Y de YA'AX
Lorena Ancona  




 

La lengua maya, como los fragmentos de una máscara de jade, vincula a través de cada una de sus partes el sentido y la evocación: al color con el brillo, al agua con la transparencia y a la ciencia con la poesía. Cada fragmento contribuye a la percepción de la forma; la figura no está completa, pero se identifican rostros. Sacudo de su superficie tierra, cenizas y barro; lo que devela tonos verdes y hace emerger suaves geometrías de piedras blancas: ojos, bocas, colmillos y flores; garras, narices y huesos; caracoles, conchas y pedernales afilados; afloran profundos matices de color jade, ricos en texturas y con un sutil brillo. Decido concentrarme en las tonalidades que enlazan los recortes de la máscara, cuyas formas organizan la expresión de algo humano y animal, en los matices que se encuentran en el peso de la sólida piedra verde: verde agua, verde metal.

Sensaciones tan delicadas como el aire que anuncia la lluvia y tan precisas como los nombres de cada planta en las selvas de los mayas, quienes reflejan en el lenguaje su conocimiento del entorno. Su paisaje cercenado y transformado mantiene presentes los significados de un universo sonoro que, en vez de sangrar, aflora cantos, y con lamentos expulsa en su lengua el sentido de su forma: semillas guardadas en tierras aradas, sembradas y vueltas a arar, donde aún viven un sinfín de tonos verdes. Ya’ax abarca varias tonalidades verdes, azules y violetas, que varían de la misma manera en la que la luz cambia nuestra percepción de la selva, del aire y del mar, donde la naturaleza, los animales y los seres fundieron su entendimiento en una misma voz.

De verde piel, el ya’xche’ (ceiba) es uno de los árboles más representativos de la región maya, el cual tiene tantas significaciones como historias. Sus ramas parecen apuntar a las direcciones cardinales y su piel, normalmente espinada, se asocia a la del cocodrilo. Sumerge sus grandes raíces para buscar una fuente de agua en el subsuelo, así como en el cielo y en sus trece capas. La ceiba simboliza la tierra en su totalidad, uniendo al inframundo y a la bóveda celeste. En la representación maya de los puntos cardinales, el centro es el eje verde, asociado a la cruz color ya’ax, que los rezadores mayas usan en su altar. Algunas cruces presentan en sus ejes horizontales, líneas diagonales hacia el cielo, como las ramas del ya’ax che. Las prácticas de los mayas son sincréticas: están impregnadas de costumbres católicas como rezarle a los santos, pero, a su vez, conservan muchas referencias prehispánicas como beber cacao al final de sus rezos, comida ceremonial con trece capas de pasta de maíz, que se bendice en las milpas junto con las semillas que se cultivarán como un pedimento de lluvia, durante una ceremonia llamada ch’a cháak. En vez del bautismo se celebra el hets’mek’, ceremonia que se lleva a cabo en la sexta luna de un recién nacido, en la que la madrina carga al bebé a un costado de su cadera. El gesto de abrir y extender la cadera y las piernas del recién nacido por primera vez, marcará sus primeros pasos, su forma de transitar en el mundo. Estos festejos evocan en su religiosidad, un sentido prehispánico que prevalece al día de hoy.

La textura color púrpura de uno de los fragmentos de la máscara me hizo recordar el final de la noche, la hora favorita del jaguar, cuando un suave resplandor violáceo-cerúleo anuncia la llegada del día; ya’ax como una degradación de tonos azules y morados cuando el tiempo se libera. La noche es el momento más vivo en la selva, es cuando los sonidos afloran danzas de muerte y vida.

Dos suaves formas ovaladas y claras, con destellos cálidos como perlas, miran y aguardan. Petrificado, el sonido del aire acaricia con un olor a mar; sentirlo se funde en deseo y los ojos se nublan sin él; al percibirlo de nuevo brota agua que aclara la vista con olor a sal; en Yaxil tun (perla) se manifiesta su esencia por medio de la luz sobre la espuma cristalizada. Ya’ax es la iridiscencia de los tonos nacarados de la brillosa piel de la serpiente antes de expulsar su cuerpo de seda; en su frote contra el suelo comienza un nuevo periodo al mudar su piel. El maíz, al calor de la cal, abre su piel para alimentar al hombre, dándole consistencia a su carne y sentido a su lengua. El maíz y el cacao comparten esa historia al ser desgranados, arrojados al fuego, liberados de su piel, molidos y sumergidos en agua; sus procesos se comparan al de los gemelos mayas Xbalamke y Hunahpú, héroes en el mito de la creación del Popol Vuh, quienes pasan diversas pruebas para renacer y dar vida a los hombres en forma de alimento. El agua no solo es el elemento que completa el ciclo en la preparación del maíz y el cacao, sino también marca el inicio de una nueva siembra. El agua y el pez simbolizan el constante renacer, pues los peces en la iconografía maya representan tanto las semillas del maíz como las del cacao.

Colmillos y conchas

Las teselas de jade están limpias y ahora puedo ver sus formas; observo la pieza más grande que parece una frente amplia. El fragmento es tan tenue que los verdes se diluyen en tonos arena y en veladuras esmeralda como agua clara; en lo que llaman ya’ax-ha (agua verde). Las extensiones bajas del mar penetran entre los manglares con tanta claridad que reflejan un resplandor verde, espejos de cielo en agua cristalina como el aire, donde los peces flotan y las nítidas sombras dibujan su nado sobre el fondo. Estos cuerpos de agua son tan íntimos a la tierra como caminos líquidos que rodean petenes, filtrando la sal en raíces de arena, tierra blanca y piedra.

Como un eje, las piezas blancas repiten un patrón: los pedazos sueltos de jade ya’ax chiich tuun completan las zonas laterales de los rostros; tres pares de ojos, colmillos y conchas. Hileras de dientes de hueso coronan su frente, asoman bocas como entradas a cuevas donde nuevamente aparecen ojos y narices. Las lenguas de piedra propician nuevos seres que brotan de sus entrañas; contrario a una depredación, se abre paso a la existencia en un regurgitar. En Mesoamérica, la vida constantemente surge a través de las fauces abiertas del cocodrilo —deidad de la tierra— y, en la arquitectura de la región de los Chenes en Campeche, de las fauces del jaguar. Un vértice remata la máscara con el pico de un ave probablemente acuática.


Yax con variación en el acento tiene otra significación importante como aquello que sucede por primera vez: una relación sexual, el fruto aún verde o el comienzo de un fenómeno cíclico como las primeras lluvias o los primeros brotes del maíz; es decir, las llamadas primicias. La concepción maya sobre el origen del mundo es un mar azul, verde tornasol, agua en calma donde surge la creación. La primera idea de agua la asocio con yax como origen, pero también con ya’ax como color y a la adoración cíclica del azul como agua, inicio, inframundo y renovación. Chaak, la deidad más venerada, es la fuente de toda la vida. En algunas imágenes, se representa como un pescador adornado con peces y orejeras de concha, un ser acuático, presente en ríos, lagunas y mares. Sube en serpientes de humo como volutas infinitas que forman nubes y baja como serpientes de agua que penetran el suelo para germinarlo.

El origen de la vida se sitúa en un mar en calma, en el silencio, donde Gucumatz, el ser engendrador y el más sabio del cielo, está cubierto de tonos azules y verdes ya’ax. La narratología del imaginario maya no solo sigue muy presente a través de su lengua, sino también a través del paisaje, un territorio rodeado por agua. En las zonas altas que dan al Pacífico, entre Chiapas y Guatemala, nace el Usumacinta, río que desemboca en los pantanos de Centla. Mientras que, al norte con el Golfo de México, el Usumacinta es atraído hacia el este por las corrientes y encuentra al Mar Caribe en una amplia y larga costa que abarca todo el este de la región maya, enfrentándose al Atlántico.

La máscara de jade funde varias ideas en un objeto que representa la deificación de personajes que ingresan a un espacio sagrado entre acuático y celeste. Su piel de jade parece referir a la de un ofidio o cocodrilo que domina ambos mundos. Guardianes del agua, la dureza de la gema amalgama el poder de su elemento en su representación de la lluvia, del río y del mar, poder del rayo creador. Su dureza rinde culto a su capacidad transformadora como herramienta, agua y flor.

Frente al calentamiento global, la simbología del color ya’ax comienza a correr el riesgo de pertenecer a un paisaje histórico e imaginario. La transformación de las costas y su sobreexplotación han interrumpido y transformado el flujo natural de los ríos, las lagunas y los mares. En ellas ahora vemos asfalto, cemento, fosas sépticas, filtraciones de desechos urbanos en mantos freáticos y salidas de drenaje al mar. El paisaje es sometido a la tala de manglares, la quema de hectáreas de selvas vírgenes y los monocultivos de caña de azúcar; a los bulldozers y las motosierras; a las lanchas, la gasolina, el aceite, las refinerías, los hornos, los hoteles, los autos, los autobuses, los aviones y los tráilers. Todo acaba en el mar.

Los agroquímicos, los pesticidas y el exceso de nutrientes, además del aumento en la temperatura del agua, han proliferado un exceso de algas, que ha irrumpido el balance entre los organismos y minerales del mar. En los últimos años, la acidificación de las aguas marinas ha acelerado el deterioro de la vida que ahí subyace, ya que absorbe el dióxido de carbono directamente de la atmósfera. A su vez, el blanqueamiento de los corales ha roto cada expectativa de tiempo, se está desintegrando el principio de todo el ecosistema.

Avanzamos rápidamente hacia un mar en calma, como en el inicio yax donde nada se mueve: sin sonidos, sin tonos de agua ya’ax, turbio, café, a veces azul, y con un exceso de algas todo el año bloqueando la oxigenación del agua. El pez, como iconografía del renacer, semilla y alimento en un orden natural, está en riesgo de desaparecer. Si esto pasara, habríamos volteado el sentido de las caras en la máscara de jade, devorando la naturaleza sin haber entendido que no estamos por encima de ella, sino somos alimento, un regurgitar.


 













Lorena Ancona
(Quintana Roo, 1981)

Artista visual. La práctica de Lorena Ancona utiliza técnicas especulativas como metodología artística, para investigar y cuestionar los desplazamientos intangibles de tradiciones, patrimonios e identidades olvidadas. Ancona busca un potencial conocimiento en el análisis y la identificación de entornos bioculturales, minerales y étnicos. Sus proyectos recientes muestran un interés particular por los contextos arqueológicos y por las posibilidades del gesto artístico para dar forma a representaciones e historias que reintroducen materialidades olvidadas. Fue parte del Programa bbva Bancomer-macg en su 5.ª edición (2016-2018) y de la residencia artística Gasworks en Londres (2009). Ha expuesto su trabajo en el Museo Jumex en la Ciudad de México (2021), kurimanzutto en la Ciudad de México (2021), Galería Carreras Múgica en Bilbao (2019), el Palais de Tokyo en París (2019), Parque Galería en la Ciudad de México (2018 y 2021), el Museo de Arte de Zapopan en Guadalajara (2018), Lulu en la Ciudad de México (2018), Parallel Oaxaca en Oaxaca (2018) y el Museo de Arte Carrillo Gil en la Ciudad de México (2018), entre otros.