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C de Cultura

Monocultura /Monocultivo

Pamela Desjardins




La uniformidad es la muerte; la diversidad es la vida.
Mijail Bakunin

El concepto de cultura se define a partir de su separación dicotómica de la Naturaleza;1 es decir, como aquello que distingue lo humano de lo no humano. En términos generales, se entiende por cultura a un conjunto de conductas y facultades cognoscitivas y sensibles —que pueden ser enseñadas y aprendidas— exclusivas de la especie humana. Esta diferenciación, sostenida por la superioridad de nuestra especie sobre el resto de los seres —animados e inanimados—, está fundada en el pensamiento abstracto, la razón y la conciencia.

Pero vale la pena aclarar que esta dimensión de lo humano se constituye desde una perspectiva occidental que lo ubica —en específico al varón— en el centro. Por otro lado, las ideas de civilización y desarrollo que definen a la modernidad occidental también determinan esta concepción de la cultura. Como afirma el antropólogo Arturo Escobar, esta cultura se rige, entre otras cosas, por la dominación de lo humano y la apropiación de recursos. Lo anterior ocurre bajo una justificación racional en nombre de una verdad científica que envuelve a la mayoría de los humanos modernos, los cuales nos encontramos sumidos en la desconfianza, buscando la certidumbre por medio del control —incluido el de la Naturaleza—.2

Pero la cultura no solo distingue lo humano de lo no humano, además establece diferenciaciones jerárquicas entre personas y comunidades. La palabra cultura se utiliza también para señalar rasgos, conductas y costumbres distintivos de grupos particulares y, al mismo tiempo, ha servido para definir identidades nacionales en la configuración del Estado nación. A lo largo de la historia, encontramos un sinfín de sujetos, comunidades o países que han sido infravalorados y adjetivados como incivilizados, subdesarrollados o atrasados. Bajo los parámetros de valoración del progreso tecnoindustrial, muchos de estos grupos humanos han sido, incluso, asociados a lo salvaje y lo primitivo, y por tanto a un estado menos evolucionado de la especie; es decir, a uno más cercano a la Naturaleza —todo esto en coincidencia con designaciones étnicas, raciales y de género—.

En este mismo sentido, la historiadora y filósofa ecofeminista Carolyn Merchant cuestiona “la creencia en el carácter socialmente progresista de la revolución científica, al defender que el advenimiento del racionalismo científico produjo un desplazamiento cultural de un paradigma orgánico hacia uno mecánico que legitimó la explotación de las mujeres y la naturaleza”.3 La anterior, es una forma de explotación que también vivieron —y aún viven— lxs sujetxs coloniales (esclavos africanos y personas indígenas, al igual que sus descendientes) y aquellas culturas, nuevamente, asociadas a un estadio menos desarrollado y más “natural” de la humanidad.

Siguiendo estas valoraciones asignadas por la relación dicotómica entre Naturaleza/cultura, visualicemos una línea recta en posición vertical, donde en el extremo superior se ubica la Cultura4 y en el inferior la Naturaleza. Sobre la línea se sitúan diversos grupos humanos: en el lado de la Cultura están las sociedades noroccidentales (los países primermundistas), y en el de la Naturaleza los grupos humanos que han sido categorizados, por ejemplo, como indígenas; los cuales en sus múltiples diferencias solo cuentan con la característica común de alejarse de paradigmas occidentales al haber resistido históricamente a la neutralización o la homogeneización cultural llevadas a cabo por los procesos coloniales de modernización y de construcción de identidades nacionales.

Llamemos monocultura al ideal del desarrollo y del progreso sostenido por el dominio de la humanidad sobre la Naturaleza, el cual toma como paradigma cultural dominante y universal a las sociedades noroccidentales. La validez global de las manifestaciones científicas y artísticas de la monocultura se reflejan en los acontecimientos que estudiamos, en las obras o los movimientos artísticos narrados por la historia del arte o, incluso, en las segundas lenguas que hablamos.

Retomaré brevemente una anécdota de Sandra Gamarra, artista peruana radicada en Madrid, en relación a su pieza Rojo indio (2018). Al llegar a la ciudad, Gamarra visitó el Museo Nacional de Antropología, el cual dedica salas enteras a las culturas de cada uno de los continentes: Asia, América, Oceanía y África. Cuando en su recorrido no daba con la sala de Europa, le preguntó a un guardia dónde podía encontrar aquella sala y este le respondió que Europa pertenece a la Historia, por lo que la encontraría en el museo de historia. Una anécdota muy diciente acerca de qué es lo que hace que algo quede en la Historia.

Las manifestaciones de las culturas occidentales, así como las de aquellas que se sumaron a replicar este canon, llenaron los museos de historia y de arte, mientras que las manifestaciones materiales de otras culturas —objetos obtenidos a través del expolio y el saqueo, despojados de las funciones para las que fueron creados, así como restos humanos— se exhibieron en los museos de antropología, etnografía o ciencias naturales. A lo largo del tiempo, los museos y sus campos de especialización se han reafirmado como algo distinto a la Naturaleza, y en el caso del arte —occidental—, este fue ubicado como “una de las expresiones más elevadas de la Cultura”.5

A pesar de que cultura y cultivo comparten la misma raíz etimológica —en lenguas como el portugués, por ejemplo, cultura es al mismo tiempo cultivo—, entendemos por una persona culta o cultivada a alguien cuya instrucción/formación se condujo dentro del sistema educativo y con un amplio conocimiento desde un plano intelectual. Por lo general, bajo este mote imaginamos a una persona urbana, “moderna”, escolarizada, de clase media o alta, y no a una persona que cultiva la tierra. Es decir, habitualmente no concebimos a un campesino como una persona culta, a pesar de que literalmente dedique la mayor parte de su tiempo a la cultura. No es casual que lxs trabajadorxs rurales hayan sido estigmatizadxs históricamente como pobres, clasificados por parámetros socioeconómicos que dan valor a la acumulación de bienes; todo esto hilado, evidentemente, a una urdimbre raciclasista.

Los procesos de modernización de la agricultura mecanizada que acarrearon el éxodo del campo a la ciudad y que sustituyeron el trabajo de la tierra por el trabajo en las armadoras de autos y en las maquilas, entre otros tantos, están sostenidos por un anhelo de desarrollo al que se sumaron la mayoría de los países latinoamericanos, especialmente durante la segunda mitad del siglo pasado.

Abandonar el campo significó reemplazar las diversas formas tradicionales de producir alimentos por un solo modelo agroindustrial basado en el monocultivo extensivo. La creencia generalizada es que esta es la manera más eficiente de producir alimentos en grandes cantidades para el número de humanos que somos en el planeta. Al contrario, la realidad es que la agricultura industrial ocupa el 80% de la tierra arable a nivel mundial, produce un volumen casi igual de desechos y utiliza el 70% del agua y de los combustibles de uso agrícola, sin embargo, solo alimenta al 30% de la población del planeta. Quienes ocupan el restante 20% de tierra arable —campesinxs y pequeñxs productorxs— son quienes alimentan al 70% de la población del mundo.6

La propagación del sistema productivo agroindustrial centrado en el monocultivo aumentó en la década de los sesenta en Estados Unidos a partir de la denominada Revolución verde, la cual incrementó la productividad agrícola a través de la introducción de fertilizantes, plaguicidas y maquinaria de gran escala. Un monocultivo, al producir una sola especie sobre un mismo suelo en territorios extensos y durante períodos prolongados, provoca varias cosas: por un lado, la falta de rotación de cultivos erosiona y agota los nutrientes del suelo, y, por el otro, la poca interacción con distintas especies genera un ecosistema desequilibrado, provocando la proliferación de enfermedades que atacan a los cultivos que crecen en suelos con escasos nutrientes. La solución industrial a esto ha sido la fumigación sistemática, la modificación de semillas para que resistan a los agrotóxicos y el uso de fertilizantes químicos para suplir la falta de nutrientes del suelo. El problema que ya todxs conocemos es que los químicos contaminan el agua y los alimentos y envenenan a quienes los ingieren, además de que en muy poco tiempo erosionan y desertifican el suelo —son procesos que finalmente matan cualquier forma de vida—. Sin embargo, este modelo industrial se ha adoptado como la práctica agrícola “más evolucionada” dado su grado de tecnificación y mecanización, guiado por la fe en la tecnología. El monocultivo, al igual que la monocultura, se homogeniza en oposición a la diversidad de la Naturaleza y de la vida.

Siguiendo esta idea, es interesante pensar en la relación que existe entre el desarrollo de la agricultura y el florecimiento y la especialización de las prácticas artísticas. Durante el Neolítico, distintos grupos humanos que contaban con las condiciones climáticas, topográficas y geográficas necesarias —en especial el acceso al agua—, comenzaron a practicar la agricultura. Con el asentamiento de grupos humanos también llegó la estratificación, la militarización y la división del trabajo.7 En el ordenamiento que conllevó el desarrollo de las sociedades, fueron los estratos más bajos —campesinxs y esclavxs— los que se dedicaron a los trabajos forzados y de la tierra. En resumen, a raíz de un uso distinto del tiempo, la agricultura dio lugar al desarrollo de diversas técnicas y actividades vinculadas al trabajo abstracto —tales como las artes—; un tiempo que antes se destinaba a la supervivencia, ahora estaba disponible para otras actividades.

Claramente los humanos hemos dependido de la agricultura a medida que las sociedades se volvieron sedentarias, modificando los ecosistemas y domesticando a las especies para hacerlas productivas. Pero la Naturaleza es un sistema autoorganizado y autorregulado a través de la interdependencia entre múltiples especies que conforman un mismo ecosistema, el cual se vuelve más equilibrado conforme se va diversificando; de manera que el monocultivo extensivo, podemos decirlo, se encuentra al extremo opuesto de la Naturaleza.

Desde hace tiempo, la agroecología ha comenzado a plantear soluciones al monocultivo agroindustrial a través del diseño de sistemas de producción de alimentos que establecen relaciones interdependientes entre especies —no solo comestibles o explotables— para sostener ecosistemas complejos.8 Estos sistemas ponderan la diversidad y tratan de emular relaciones que ya existen en la Naturaleza con el objetivo de generar una agricultura cada vez menos invasiva, menos mecanizada y con menos intervención de la mano humana. También han propuesto formas más autónomas y soberanas de producción alimentaria que prefiguran un mundo posindustrial; la mayoría funcionan a pequeña escala bajo una ética de autorregulación del uso de recursos, con una organización de redes redistribuidas y, en ocasiones, bajo esquemas de autogobierno.

Uno de los ejes de estos sistemas es que, si bien son diseñados por personas, tratan de superar la separación entre Cultura y Naturaleza y no ubican lo humano al centro o por encima de lxs demás seres, sino como una parte integral de los mismos ecosistemas.

¿Podemos pensar en sistemas de producción de arte —o más bien en sistemas de creación— que superen esta separación?

Digo “sistemas de creación” pues el sistema de producción de arte (sus instituciones, eventos y agentes) se constituye en esta separación como “expresión elevada de la Cultura”. Su motor para la generación de capital económico, social y simbólico ha sido y sigue siendo hacer exposiciones, construir museos y dar nacimiento a nuevas bienales y ferias. En la actualidad todo esto se inscribe en las denominadas industrias creativas, un modelo que según una lógica de rentabilidad ha sido aplicado, al igual que la agroindustria, en cualquier parte del mundo en pro del desarrollo en el aún vigente paradigma moderno.9 En este sentido, valdría la pena retomar a Suely Rolnik para preguntarnos “¿cómo [podemos] ayudar a liberar la potencia de creación de su confinamiento en el arte?”10

A lo largo de la historia, lxs artistas han explorado los vínculos entre arte y Naturaleza, y en especial en los últimos tiempos han destinado su imaginación a especular sobre el futuro de un mundo distinto, fabulando sobre las relaciones interespecies. Pero referir a estos fenómenos solo a modo de temas pareciera no ser suficiente si se siguen reproduciendo los mismos esquemas productivos. Voltear la mirada a la apuesta de los sistemas de diseño agroecológicos, a la historia ambiental, a la ecología política o a los estudios de pluriverso11 quizá abra vías para revisar las formas en las que también hemos explotado a la Naturaleza a partir de su instrumentalización estética. Idear sistemas que integren prácticas de creación que superen la monocultura —la separación tajante entre Naturaleza y Cultura que sostiene a las prácticas artísticas— quizá permita que, guiadxs por una brújula ética, transitemos hacia formas de trabajo más autónomas.



Pamela Desjardins
(Tucumán, 1982)


Curadora, gestora cultural, investigadora y docente. Fue curadora de flora ars+natura en Bogotá, coordinó exposiciones, programas públicos y residencias artísticas, los cuales contaron con la participación de artistas como Doris Salcedo, Carlos Garaicoa, Lucia Koch, Antonio Caro, Marjetica Portc, Vasco Araujo y Gabriela Albergaria, entre otros. También fungió como curadora asociada del Museo Tamayo Arte Contemporáneo en la Ciudad de México (2017-2020), formó parte del Programa de Estudios Independientes (PEI) en el Museu d'Art Contemporani de Barcelona (MACBA) (2012-2013) y participó en el simposio Sobre Modelos Institucionales y el programa de visitas organizado por el Mondriaan Fonds en Ámsterdam (2015). Actualmente coordina el Programa en Prácticas Curatoriales en el Centro adm en la Ciudad de México y cursa el doctorado en Historia del Arte en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).







Algunas de estas reflexiones surgen a partir del conocimiento que me compartieron Karla Arroyo, Ricardo Romero, Javier Colorado y Adán Colorado durante el curso de Agroecología y Cultivo Biointensivo, del cual participé en noviembre de 2020, en la cooperativa Las Cañadas, Bosque de Niebla, Veracruz.
1. Siguiendo la postura de Eduardo Gudynas, escribo Naturaleza con mayúscula para referirme a “un ambiente, como conjunto o sistema, donde prevalecen los paisajes, fauna y flora original (o silvestre o con grados intermedios de intervención humana)”, pero también para “diferenciarlo de la palabra naturaleza entendida como esencia o propiedad de algo”. Eduardo Gudynas, Derechos de la naturaleza. Ética biocéntrica y políticas ambientales, Buenos Aires, Tinta Limón, 2015, p.11.

2. Arturo Escobar, Diseño y autonomía. La realización de lo comunal, Buenos Aires, Tinta Limón, 2017, p. 80.

3. En El Calibán y la bruja. Mujeres, cuerpos y acumulación originaria, Silvia Federici hace referencia a las ideas de Carolyn Merchant en su libro The Death of Nature: Women, Ecology and the Scientific Revolution (Nueva York, Harper and Row, 1980) para ejemplificar las contribuciones de autoras feministas sobre la “transición de las sociedades feudales al capitalismo”. Silvia Federici, El Calibán y la bruja. Mujeres, cuerpos y acumulación originaria, Madrid, Traficantes de sueños, 2018, p. 29.

4. Escribo Cultura con mayúscula para referirme a lo que se entiende como la expresión más elevada de la modernidad ajustada al canon occidental y no para nombrar a grupos humanos con características particulares o para distinguir entre lo humano y lo no humano.

5. En un texto anterior, de igual manera comisionado por ESPAC, afirmo que “la división entre Naturaleza y cultura se evidencia también en los museos que se concentran en preservar la ‘vida’ de las obras —la Cultura—, mediante el control de las condiciones de luz, temperatura y humedad para evitar que otras formas de vida prosperen, retomando, además, la relación fonética que establece Theodor Adorno entre las palabras museo y mausoleo al sugerir que ‘los museos son los sepulcros familiares de las obras de arte’”. Pamela Desjardins, Naturaleza muerta con paisaje, disponible aquí.

6. Silvia Ribeiro, “Contra el robo de la palabra” en La Jornada, México, 10 de agosto de 2013, disponible en <https://www.jornada.com.mx/2013/08/10/opinion/022a1eco>.

7. Los relatos históricos más divulgados acerca del colapso de civilizaciones antiguas se asocian a crisis económicas, guerras o invasiones. Sin embargo, hay quienes —como el geógrafo Jared Diamond— atribuyen el colapso de diversas culturas a lo largo de la historia de la humanidad a la deforestación, la erosión, la salinización y la pérdida de fertilidad del suelo; a la escasez y contaminación del agua; o a la caza y la pesca excesiva. Jared Diamond, Colapso. Por qué unas sociedades perduran y otras desaparecen, Nueva York, Viking Press, 2004.

8. Entre los sistemas agroecológicos se incluyen: la agricultura sintrópica, la regenerativa y la de conservación, el sistema de cultivo biointensivo, el silvopastoreo, los sistemas agroforestales, el bosque comestible y la permacultura como conjunto vital o los agrosistemas tradicionales como la milpa o los arrozales.
 

9. En las últimas décadas, países independizados durante la segunda mitad del siglo xx comenzaron a establecer museos de arte y bienales siguiendo el mismo esquema; tal es el caso de los Emiratos Árabes en el Medio Oriente con las franquicias de museos como el Louvre y el Guggenheim en Abu Dhabi o la Bienal de Sharjah.

10. Suely Rolnik, Esferas de la insurrección. Apuntes para descolonizar el inconsciente, Buenos Aires, Tinta Limón, 2019, p. 119.

11. Los estudios del pluriverso conjugan cinco campos de estudios críticos del desarrollo en América Latina/Abya Yala: el pensamiento decolonial, las alternativas al desarrollo, las transiciones al posextractivismo, la crisis y el cambio de modelo civilizatorio y las perspectivas centradas en la relacionalidad y lo comunal. Arturo Escobar es uno de los principales contribuyentes.