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a destiempo





Naturaleza muerta con paisaje



Pamela Desjardins


Curadora, gestora cultural, docente e investigadora. Ha sido curadora de FLORA ars+natura, Bogotá, Colombia, y curadora asociada del Museo Tamayo en Ciudad de México. Fue parte del Programa de Estudios Independientes del MACBA, Barcelona, España, entre el 2012- 2013.




Este texto toma como punto de partida una serie de obras de la colección ESPAC.











Madre Naturaleza, vuélveme árbol [...] 
y en la silenciosa poesía del paisaje,
en vez de pensamientos daré flores
.
Man Césped1


La organización del mundo y cómo nos relacionamos con todo lo que en éste habita está, en gran medida, fundada en la división entre Naturaleza y cultura.2 Esta separación, que pone al hombre y a sus capacidades cognoscitivas “excepcionales” —razón y conciencia— en el centro, configura el mundo desde una perspectiva antropocéntrica, la cual otorga valor tanto a lo humano como a lo no humano. Y digo hombre no como sinónimo de humano, sino para referirme a la designación sexo-genérica: un hombre con una serie de particularidades, que tiene como principal característica su blanquitud.


Diego Rivera, Naturaleza muerta cubista con paisaje, ca. 1915. Óleo sobre tela, 62 x 52cm


Es así que esta configuración antropocéntrica distingue entre las esferas de lo humano y lo no humano, siendo esto último aquello que nombramos como Naturaleza: sujetos vivos o no vivos como plantas, animales, ríos, montañas, piedras, etc. Sin embargo, como señala la filósofa ecofeminista Val Plumwood, anteriormente se incluía dentro de la esfera de la Naturaleza a lo que se considera como formas menos ideales o más primitivas de lo humano, tales como las mujeres y personas racializadas por ser supuestamente “atrasadas” o “primitivas”, ejemplos de una etapa más temprana y animal del desarrollo de la especie. De esta forma, la esfera de lo humano quedaba reservada a una representación verdadera o ideal identificada con la razón.3 Estos sujetos minorizados —asociados al instinto y lo emocional en oposición a la razón— conforman junto con la naturaleza aquello que, desde una perspectiva reduccionista, ha sido señalado como lo otro o la otredad, es decir, lo distinto al “verdadero” humano. Muchas de estas connotaciones aún prevalecen en el machismo, racismo y clasismo.






Miguel Covarrubias
Mujer con jarra en Fiji, 1945.
Óleo sobre tela
62 × 48 cm.


Una imagen emblemática del pensamiento antropocéntrico es el Hombre de Vitruvio de Leonardo Da Vinci de 1492, que representa un varón de proporciones ideales, perfectamente centrado dentro de un círculo, con sus brazos y piernas extendidos: el centro y la medida de todo. El humanismo antropocéntrico, que en gran medida se estructura durante el Renacimiento, es aquel que refuerza el papel de la razón y el desarrollo de la ciencia por medio de la cual se observa, define, organiza y explica al mundo. La razón instrumental puesta en el centro separa y aleja a la Naturaleza, entendida ésta como su antítesis, es decir, como un conjunto de objetos —animados e inanimados— sin razón y consciencia, quienes tienen al instinto como su única forma de agencia para sobrevivir al entorno. Y digo objetos y no sujetos, ya que es así como son concebidos: como meras cosas o recursos.


 






Alejandro Arango
Naturaleza muerta, 1998.
Técnica mixta sobre tela
40 × 40 cm.

La enseñanza académica del arte sigue las proporciones ideales y las distancias entre las partes señaladas en el Hombre de Vitruvio. Este hombre ideal y centrado ha determinado una forma de ver y representar el mundo desde una perspectiva occidental universalista; pero también una forma de medirlo y valorarlo. Es así que, desde el humanismo antropocéntrico, las valoraciones sobre lo no humano están regidas por una razón instrumental que, como lo enuncia Eduardo Gudynas, están guiadas por una forma de “interpretar y sentir el ambiente en función de las necesidades y deseos de los propios humanos.” Esta manera de vincularnos con el mundo se encuentra “basada en la utilidad o provecho propio, sea bajo vías directas como indirectas [...] como puede[n] ser disfrutar estéticamente un paisaje, explotar un yacimiento minero o modificar un paisaje para convertirlos a tierras de cultivo.4


︎︎︎ Abelardo López. Valle de Tlacolula, 2008. Óleo sobre tela, 100 × 200 cm.
︎︎︎ Chantal Peñalosa. Tenemos muchos recuerdos de ese lugar, lo único que no
recordamos es el día que dejamos de ir. (“¿Qué hay detrás de este paisaje?”), 2016. Impresión de inyección de tinta sobre papel de algodón, 35 × 55.5 cm


Esta concepción utilitaria y separada de lo no humano, está presente en la Naturaleza entendida como paisaje para ser admirado, intervenido o como recurso para la producción de mercancías. Los géneros pictóricos de la naturaleza muerta y el paisaje son ejemplos de esto. El primer caso, es una representación de aquello que ha ingresado a la esfera de lo humano, en específico al espacio doméstico, tales como frutas que ya no cuelgan de los árboles, flores que han sido arrancadas para ser puestas dentro de un florero o animales muertos, que al mismo tiempo conviven con objetos creados por la humanidad. Por otro lado, desde su concepción, el paisaje es el fragmento de un territorio que es señalado, por sus cualidades visuales y estéticas, para ser admirado como espectáculo desde un lugar determinado. Para que exista un paisaje es necesario que exista un sujeto que observa y un objeto que es observado; es decir, que es necesario que exista una valoración sobre las particularidades de ese terreno para que pueda ser nombrado. Si bien, existen diversos “tipos” de paisaje representados en la tradición pictórica como el natural, el rural o el urbano, que en estos casos se definen por niveles de intervención humana, su acepción primera se relaciona con la Naturaleza “pura”, inabarcable, inaccesible o sublime; inhabitada por lo humano y, por ende, distinta y separada del mismo. El paisaje como género pictórico tiene la función de reafirmar la valoración utilitaria, en este caso estética, sobre el fragmento de un territorio.





Néstor Quiñones
La inverosímil proyección de lo humano, 2013.
Técnica mixta sobre tela
25 × 20 cm.


Desde una perspectiva antropocéntrica, la cultura —entendida ésta como un conjunto de manifestaciones resultantes de facultades intelectuales y sensibles exclusivamente humanas— ubica al arte como una de sus expresiones más elevadas. La división entre Naturaleza y cultura se evidencia no sólo en la representación que se hace de la Naturaleza, también podemos verla encarnada en los espacios que resguardan las obras, como el museo.

Los museos son espacios donde otras formas de vida no tienen acceso. No sólo porque los animales o las plantas estén desautorizados para apreciar o entender el arte, sino porque atentan contra la “vida” de las obras. Los enemigos de los museos y sus bodegas son la luz, la humedad y la temperatura, dado que generan las condiciones necesarias para la reproducción de hongos, moho, plantas e insectos; básicamente “plagas” que acabarían con el arte, con “la cultura”.

Los museos son espacios asépticos sobre los cuales se realizan constantes esfuerzos para esterilizarlos y así evitar que cualquier forma de vida se reproduzca. Preservar la “vida” de las obras, implica evitar que otras formas de vida proliferen. Clausuramos ciertas entradas de luz, encendemos los acondicionadores de aire para mantener la temperatura por debajo de los 30º y la humedad a menos del 50%, revisamos que las entradas de las bodegas estén cerradas, que no exista ninguna filtración o gotera y fumigamos regularmente. No es casual que esta campaña contra la reproducción de la vida en el espacio museal resuene con la relación fonética que establece Theodor Adorno entre las palabras museo y mausoleo al sugerir que “Los museos son los sepulcros familiares de las obras de arte.”5





Los Carpinteros
Mundo de agua, 2004.
Acuarela
225 × 117 cm.


Como explica este autor, la palabra museal “Describe objetos con los que el observador ya no tiene una relación vital y están en proceso de extinción. Deben su preservación más al respeto histórico que a las necesidades del presente.”6

¿No deberíamos quizás dejar de aspirar a instituciones asépticas que destinan los presupuestos a resguardar y conservar la “vida” de las obras en vez de provocar la reproducción de otras vidas? ¿dejar que las goteras, que ya acechan las bodegas de muchos museos, se agraden y que por ahí ingresen el agua, la humedad y la luz para que crezcan hongos, moho y plantas, y que los insectos se alimenten de la pulpa de papel y las termitas de la madera de los marcos?

La mirada antropocéntrica genera y sostiene un paradigma cultural dominante, no sólo ha instrumentalizado a los sujetos humanos y no humanos desde una condición utilitaria, sino también, como sostiene Suely Rolnik, ha instrumentalizado la “potencia de creación”, neutralizando las prácticas artísticas al reducirlas al “mero ejercicio de la creatividad disociada de su función ética de dar cuerpo a lo que la vida anuncia”. Cuando la creatividad –una de las capacidades indispensables para el trabajo de creación— queda disociada del saber-del-cuerpo,7 “se vuelve estéril al dejar de actuar en sintonía con lo que la vida le demanda y se desvía de su función ética”.8





Francisco «Taka» Fernández
Manglar, 2013.
Técnica mixta sobre tela
191 × 260 cm.


En el precipicio del colapso civilizatorio las preguntas sobre qué hacer desde la práctica e instituciones artísticas se vuelven inevitables. Quizás, el viraje de la mirada antropocéntrica hacia una ética biocéntrica permita a lxs agentxs que trabajamos en el campo artístico —artistas, curadores, gestores culturales, educadores, investigadores— empezar a cuestionar y rearticular nuestras prácticas. El espíritu moderno que originó los géneros de la naturaleza muerta y el paisaje que reafirma una separación entre Naturaleza y cultura persisten. Quizás, una vía para empezar a abandonar ese lastre decimonónico sea dejar de crear objetos y espacios que eviten constantemente la luz, la humedad y la temperatura para perdurar en el tiempo, y comenzar a generar más herramientas—conceptuales, materiales, afectivas— orientadas a preservar, proteger y reproducir las condiciones necesarias para la vida humana y no humana.
























1. Man Césped es el seudónimo del poeta y narrador boliviano Manuel Céspedes Anzoleaga (Sucre, 1874- Cochabamba, 1932), quien concebía a los demás seres vivos como sus hermanos, por lo cual fue asociado al trascendentalismo ecológico, y deseaba convertirse en naturaleza al morir. Sus restos fueron enterrados directamente en el suelo, lugar donde hoy existe una ceiba.
2. Siguiendo la postura de Eduardo Gudynas, uso el término Naturaleza con mayúscula para referirme a “un ambiente, como conjunto o sistema, donde prevalecen los paisajes, fauna y flora original (o silvestre o con grados intermedios de intervención humana)”, pero también para “diferenciarlo de la palabra naturaleza entendida como esencia o propiedad de algo”, en Eduardo Gudynas, Derechos de la naturaleza. Ética biocéntrica y políticas ambientales, (Buenos Aires: Tinta Limón, 2015), p.11.

3. Val Plumwood, "Decolonizing relationships with nature" en William Adams y Martin Mulligan (eds.), Decolonizing Nature: Strategies for Conservation in a Post-colonial Era (Londres: Earthscan, 2003).

4. Eduardo Gudynas, Derechos de la naturaleza. Ética biocéntrica y políticas ambientales, (Buenos Aires: Tinta Limón, 2015), p.21.

5. Theodor W. Adorno “Valery Proust Museum”, citado en Douglas Crimp, “Sobre las ruinas del museo”, en Hal Foster (coord.) La posmodernidad. Traducción de Jordi Fibla (Barcelona, Kairós, 2002), 75.

6. Ibid.

7. El saber-del-cuerpo, saber-de-lo-vivo o saber-eco-etológico son para Rolnik vías de aprehensión del mundo a través de “perceptos” y “afectos”, que componen una experiencia de apreciación del entorno más sutil desde lo extracognoscitivo: “Un saber intensivo, distinto a los conocimientos sensibles y racionales propios del sujeto.” en Suely Rolnik, Esferas de la insurrección. Apuntes para descolonizar el inconsciente (Buenos Aires: Tinta Limón, 2019), p.45-46.

8. Ibid.