T de Tiempo 
Las formas del tiempo: entre
piedras, pantallas y telares
Fabiola Iza



1

En su libro Líneas: una breve historia,1 el antropólogo Tim Ingold se propuso investigar inicialmente cuál es el proceso mediante el cual la música y la voz, dentro del marco de la cultura occidental, continuaron trayectos separados en el mundo moderno. Ingold decidió emprender una exploración recorriendo bifurcaciones más que senderos directos, y su búsqueda lo dirigió hacia las líneas: ahí yacería la respuesta. Por lo tanto, el libro terminó convirtiéndose, en resumen, en una arqueología antropológica y comparativa de la línea, ahondando por extensión en el rol que las mismas han tenido en modelar el desarrollo de distintas prácticas culturales.

La mayoría de las acciones humanas, afirma Ingold, produce líneas: transportarse de un punto a otro, rastrear una genealogía, bordar y tejer, dibujar, contar una historia o escribirla, entre otras. Con el paso del tiempo, esas líneas —curvas, dentadas, sinuosas, quebradas e irregulares; líneas que se interconectan o intersecan— se fueron transformando o disciplinando, paulatinamente, en líneas rectas. Así, los caminos —donde la vida era vivida tanto o más que en asentamientos— se convirtieron en fronteras y generaron formas específicas de concebir y pensar la geografía y el espacio (basta pensar, por ejemplo, en un mapa y las líneas rectas que dibujan los contornos de los países). Las comunidades que quedaron ahí dentro, confinadas por lo tanto a un punto dentro de un territorio cartografiado, también fueron víctimas de ese pensamiento rectilíneo: desde entonces quedaron integradas, socialmente, como asambleas organizadas a partir de estructuras verticales.

La raíz de tal domesticación de la línea fue rastreada por Ingold hasta la escritura, específicamente en la escritura impresa que se popularizó desde el siglo xviii gracias a la industrialización de la imprenta. Si se concibe en su sentido original como “una práctica de inscripción, en la escritura no puede haber una distinción rápida ni estricta entre dibujar y escribir, o entre el oficio del dibujante y el escribano”.2 En los libros miniados del Medievo, por ejemplo, el trazo portaba en sí mismo gestualidad y, como resultado, este reflejaba una cierta expresividad. No obstante, actualmente, “el vínculo íntimo entre el gesto manual y el rastro de la inscripción queda fracturado. El autor comunica un sentir por su elección de palabras, no por la expresividad de sus líneas”.3 En la era moderna, entonces, la escritura se inserta en la esfera pública a través de su inscripción mecánica, organizada con pulcritud en una serie sucesiva de renglones.

Partiendo de las reflexiones de Ingold, me gustaría comenzar este ensayo proponiendo que, en la modernidad, el tiempo —al igual que la escritura, el espacio y la organización sociopolítica de distintos pueblos— ha quedado sujeto a y ha sido definido por una estructura rectilínea. Además de ser administrado bajo unidades reguladoras (promovidas inicialmente por autoridades como la Corona, el Estado o la Iglesia) que pretenden homologar su experiencia entre distintos grupos sociales, el tiempo se ha organizado bajo la rigurosa articulación pasado-presente-futuro, un recorrido incesante e ininterrumpido que se dirige, suponemos, de forma infalible, hacia el progreso.4 Pero así como nuevas maneras de habitar y concebir el espacio han desafiado las lógicas de la modernidad, de mano con operaciones disidentes dentro de distintas estructuras sociopolíticas, también se han generado temporalidades otras que buscan desafiar aquella del progreso.

Dentro de las prácticas artísticas recientes puede encontrarse un repertorio profuso y variado de estrategias que buscan “despojar al futuro de su rol moderno, el del iniciador de cambio”,5 dentro de lo que Christine Ross, historiadora de arte, ha denominado “el giro temporal” del arte contemporáneo, cuyo eje común es reconsiderar el progreso moderno. Con la intención de contribuir a dicho “giro”, en este ensayo abordaré un par de proyectos puntuales realizados por Daniel Monroy Cuevas (Jalisco, 1980) y Nuria Montiel (Ciudad de México, 1982), dos artistas mexicanas6 cuyas prácticas reflexionan, de formas muy distintas entre sí, sobre la temporalidad —potencialmente radical— ofrecida por el cine a nivel técnico, tecnológico y conceptual. Mi selección, sin duda arbitraria y establecida con base en mi afinidad por la práctica de ambas, radica también en el deseo por entablar un diálogo con la historia de espac, institución que a lo largo de sus seis años de existencia se ha interesado por el campo expandido que el arte ofrece a la exploración cinematográfica.

2

Dentro de la tradición judía se acostumbra colocar piedras sobre las tumbas a manera de ofrenda. Este acto, una forma de ritualizar la muerte, busca transmitir el afecto que se tiene por quien ha fallecido. Tz’ror, que significa “piedra” en hebreo, también es el término utilizado para “lazo” o “vínculo”: la costumbre descrita busca entonces marcar la unión —emocional, espiritual o afectiva— con la persona que ha fallecido, así como resaltar que su memoria persiste entre los vivos. A diferencia de la tradición cristiana, en la que se colocan flores sobre las tumbas, las piedras son un símbolo de la permanencia de la memoria: estas no perecerán. La raíz de la ofrenda yace, por lo tanto, en la creencia de que las piedras son entes materiales que resistirán los embates del paso del tiempo. No obstante, a pesar de esta concepción generalizada, las piedras podrían pensarse de otra forma. En El orden del tiempo,7 Carlo Rovelli explica que el mundo no es un conjunto de cosas u objetos, sino de eventos, “de acontecimientos. De procesos. De algo que sucede. Que no dura, que es un continuo transformarse”.8 La diferencia entre ambos, objetos y eventos, es que los primeros permanecen en el tiempo y los segundos tienen una duración limitada. Las piedras son consideradas objetos porque trascienden a la existencia humana pero, en realidad, según Rovelli, no son sino eventos prolongados. “La piedra más sólida, a la luz de lo que hemos aprendido de la química, la física, la mineralogía, la geología o la psicología, es en realidad un complejo vibrar de campos cuánticos, un interactuar momentáneo de fuerzas, un proceso que por un breve instante logra mantenerse en equilibrio semejante a sí mismo, antes de disgregarse de nuevo en polvo; un capítulo efímero en la historia de las interacciones entre los elementos del planeta…”.9

Como parte de la serie Espectador en el vacío (2015), Daniel Monroy Cuevas realizó un conjunto de objetos (bajo el mismo título) con cinta magnética extraída de videocassettes sin grabar de distintos formatos —Betamax, vhs, Super 8, Mini DV y Digital 8— en los que enrollaba la cinta y, gracias a que es un material de naturaleza autoadherente, puede ir generando volúmenes de carácter más orgánico.10 Las piezas surgen, por un lado, del interés del artista en la materialidad del cine —una fascinación por las propiedades físicas del medio, así como las de sus iteraciones domésticas— y, por el otro, de las posibilidades casi infinitas de representación que el mismo ofrece. Aunque el artista se refiere a las piezas como “bolas”, yo me referiré a ellas como “piedras”, dadas sus características físicas: son volúmenes redondos de un negro grisáceo que muestran una peculiar solidez. Así, acumulada y transformada en piedras, la cinta magnética parecería irse deslindando de su existencia como tecnología.

El cine, que desde sus orígenes ha contribuido a dislocar la experiencia espacio-temporal, es reconocido como el medio que superó la inhabilidad a la que, se ha argüido, se enfrentan las demás artes visuales —dibujo, grabado, pintura, fotografía— para registrar el despliegue temporal de los cuerpos en el espacio.11 Es decir, en los albores del cine se celebraba que este aventajaba, en teoría, a las disciplinas mencionadas por su capacidad para contener el tiempo. Apoyándose en la tridimensionalidad y espacializando el tiempo12 en lugar de accionar su movimiento —la imagen en movimiento suele considerarse como la esencia misma del cine—, las piedras de Espectador en el vacío expanden los límites dentro de los cuales el tiempo cinematográfico se ha concebido y articulado, estáticas y silentes resguardan tiempo e imagen dentro de sí. Aquí, el tiempo ya no es devenir sino acumulación.

En cuanto a la imagen, esta encuentra nuevas maneras de emerger. Con el fin de evitar la aparición de distintas tonalidades en la cinta y lograr superficies cromáticamente uniformes, previo a su uso, Monroy Cuevas grabó la máxima saturación de luz blanca con la propia cámara sobre la estática —el supuesto vacío— de las cintas vírgenes. El gesto iconoclasta que permea a la serie evoca una de las operaciones fundacionales del cine: la muerte de la pantalla. Para que una película cobre vida debe saturar con su luz a esta última, hacerla desaparecer, aniquilarla, superarla. El surgimiento del cine se sostiene sobre este sacrificio fundacional. Asimismo, las piedras superan a la imagen y se convierten ellas mismas en pantalla: las fotografías de registro nos permiten ver a distintas espectadoras reflejadas en la superficie de la cinta con tal definición cual si estuvieran hechas de obsidiana.13 Pero la serie lleva a cabo la superación de la pantalla de forma literal en otras de sus piezas. Espectador en el vacío (subtítulos), por ejemplo, crea el tiempo cinematográfico gracias a una serie de frases en led —a la manera de subtítulos—, pero prescinde tanto de imágenes como de la pantalla. En los diodos electroluminiscentes se materializan frases de cineastas como Derek Jarman, Chris Marker, Guy Debord e Isidore Isou —iconoclastas por derecho propio— que especulan sobre las (im)posibilidades de la producción de imágenes.

Espectador en el vacío cuestiona cómo se organiza el tiempo cinematográfico y más que interesarse por estrategias como la elipsis, por ejemplo, que da cuenta de ese transcurrir gracias a la reiteración de que se han omitido imágenes, recurre al gesto osado de eliminar por completo a la imagen: esta es solamente uno de sus soportes. “Si desaparece la imagen en movimiento, ¿qué podría quedar en ese vacío?”14 Monroy Cuevas ha continuado formulando hipótesis que revelan la inestabilidad de cualquier definición. En Sabemos cómo es el fuego (2018), proyecto coproducido por espac e inspirado en el incendio que consumió la primera sede de la Cineteca Nacional de la Ciudad de México en 1982, se esboza una posibilidad más. Aquí, la muerte de la pantalla perdió el sentido metafórico para concretarse en sentido literal: esta se prendió en llamas mientras se proyectaba sobre ella una escena de la película La tierra de la gran promesa15 donde una fábrica textil es consumida por el fuego. Junto con la pantalla, más de cuatro mil rollos de película y el edificio entero fueron víctimas de la fatal y extraña conjunción de la ficción con la realidad.

Utilizando de nueva cuenta una pantalla de ledes de la cual emerge una voz, posiblemente la del artista, Sabemos cómo es el fuego reflexiona sobre ese punto indiscernible donde lo real se encontró con lo imaginario. La desafortunada conflagración doble vuelve circular el tiempo otrora lineal de la película, y encierra a las espectadoras —y víctimas— dentro de sus confines, a la vez que las hace presa de su narrativa, cristalizada en realidad al liberarse del cuadro, aquel antiguo límite. Este evento “se puede entender como la escenificación de la operación más fundamental del tiempo: un desdoble del instante en futuro y pasado, dos direcciones heterogéneas, una que se lanza hacia el futuro y otra que cae en el pasado.”16

En su libro Asidos por la prehistoria. Una investigación sobre el arte y el tiempo de los modernos,17 Maria Stavrinaki aborda cómo se ha privilegiado a las ideas sobre el progreso y el futuro como motores exclusivos de la modernidad pero esta, en realidad, se constituyó “tanto de progresiones como de regresiones, de velocidad y lentitud, de cambios como de tiempo profundo”.18 La modernidad, entonces, parecería ser —al igual que las piedras— un evento de larga duración sujeto a modificaciones. El tiempo cinematográfico, extendido más allá de los cuadros y las pantallas, es también un proceso —algo en transformación gracias a tensiones y a la negociación de las mismas— donde puede desafiarse la lógica moderna del tiempo como una carrera incesante —y fútil— hacia el futuro. Esta queda transformada en una articulación desdoblada, duplicada: una imagen en espejo.

3

En 2020 Nuria Montiel comenzó una serie, sin título hasta la fecha, en la que utiliza cinta magnética tomada de videocassettes para tejer distintos patrones mesoamericanos. Aquí, el vhs es sinécdoque de lo doméstico: la cinta proviene de una colección de películas —en el formato mencionado y en Super 8— que pertenecía a su padre, Gustavo Montiel, quien tuvo una larga carrera dentro de la industria nacional del cine. La serie parte de la experimentación con el material, dando continuidad a búsquedas emprendidas en series anteriores donde la artista se interesaba por técnicas de tejido de los pueblos originarios del centro y sur de México, de quienes ha aprendido las técnicas artesanales para su realización. Cada pieza contiene la cinta de un casete que corresponde a una película específica que inspira al tejido y le da nombre. Esta, es necesario aclarar, no es una práctica de reciclaje: las tramas del bordado buscan dialogar con la película en cuestión.

En las siguientes líneas abordaré únicamente una de las primeras piezas de la serie Las compañeras tienen grado, creada con la cinta extraída del vhs del documental homónimo en el cual el padre de la artista fungió como productor.19 La película fue filmada en las inmediaciones del campamento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (ezln) en Chiapas en 1994 y en ella las directoras entrevistan a varias de las mujeres —capitanas, tenientes y subtenientes— que formaban parte entonces de las filas del movimiento. El documental se preocupa por la vida de las mujeres “en la montaña”, quienes han dejado atrás a sus comunidades y la posibilidad de una vida dentro de los parámetros establecidos por el tiempo familiar y el tiempo reproductivo —tiempos que responden a la planeación normativa de la vida diaria con el fin de acompañar la crianza infantil propiciando su bienestar—.20 La vida en la montaña, donde se promueve el control natal, ha borrado la subjetividad femenina como necesariamente materna: hombres y mujeres son, por consecuencia, iguales ante el ejército zapatista; casarse es una decisión, al igual que formar vida en pareja sin necesidad de aprobación o validación alguna.

Dentro de las luchas revolucionarias del siglo XX, los únicos sujetos que se concebían como tal eran los campesinos y los obreros (género masculino intencional). Como expone el documental, el surgimiento del ezln permitió la visibilización de las mujeres indígenas zapatistas como sujetos con demandas políticas, y su integración al movimiento muestra un modelo distinto de ser mujer del que podían adoptar dentro de sus comunidades, constreñidas por las rígidas estructuras familiares que les señalaban opciones de vida que ellas rechazaban, condenadas a la existencia dentro de la temporalidad cíclica comúnmente asignada a las mujeres.21 Como zapatistas —y, cabe recalcar, con grado— las mujeres efectúan demandas comunitarias (participan dentro de la construcción del movimiento y afectan sus estructuras), así como demandas de género, específicamente, como las esbozadas arriba. La obra, entonces, se concibe como un homenaje tanto a las mujeres ahí retratadas como al filme mismo; de ahí que la artista se haya tomado la libertad de utilizar el patrón de “el sendero del bosque”, un motivo utilizado ampliamente entre los pueblos originarios de Chiapas, entre ellos, en las comunidades tzotziles.

“El sendero del bosque” es un patrón abstracto conformado por líneas, usualmente quebradas, que van dando forma a cuadrados concéntricos que rotan conforme crece el tejido; entre ellos se agregan cuadrados de menor tamaño y el fondo suele poblarse con líneas que se interrumpen para crear una mayor vibración. Las líneas, que parecieran ser parte intrínseca de la identidad occidental, abundan dentro de estos motivos. Tim Ingold señala que “los antropólogos tienen el hábito de insistir en que hay algo esencialmente lineal sobre la forma en que la gente dentro de las sociedades occidentales comprenden el devenir de la historia, las generaciones y el tiempo. Tan convencidos están de ello que cualquier intento por encontrar linearidad en las vidas de pueblos no occidentales está sujeto a ser descartado como ligeramente etnocéntrico, en el mejor de los casos, y, en el peor de ellos, como facilitador de la colusión del proyecto de ocupación colonial por el cual Occidente ha desplegado sus líneas sobre el resto del mundo. La alteridad, nos dicen, no es lineal”.22 Pero, como afirmaba al inicio de este ensayo, siguiendo por igual a Ingold, la colonialidad no ha impuesto las líneas sino que las ha normado como líneas rectas.

La cita anterior da cuenta de la complejidad que impera aún al hablar de culturas que no son la propia y que suelen considerarse subalternas: acusaciones de corte ético —extractivismo o apropiación cultural, principalmente— suelen ser las más recurrentes. Al interesarse por genealogías ajenas a la del “arte contemporáneo”23 —el grabado popular, las artes solidarias y la artesanía, entre otras—, la práctica de Nuria Montiel transita constantemente por este lindero. En sintonía con teorías que sostienen que la incorporación de prácticas artesanales al campo del arte ha expandido los horizontes del último,24 la artista defiende férreamente la hibridación cultural: esta tiene la potencialidad de cruzar fronteras y de valorar aquello que se había despreciado anteriormente.

Siguiendo esta postura, la hibridación cultural muestra que la producción material de las culturas no occidentales (calificadas por la glosa decimonónica como primitivas) no es atemporal, puesto que continúa transformándose conforme el mundo a su alrededor, y ellas mismas cambian. La apreciación y el reconocimiento de la diferencia, rasgos característicos de la posmodernidad, llevaron a que las artistas hicieran uso de tradiciones artesanales como herramientas para crear “un involucramiento dialógico entre aquellas [tradiciones] cuyas prácticas emergen de campos culturales u orientaciones políticas distintas [a las del gran arte]”.25 Como resultado surgen posibilidades conceptuales que continúan explorando la carga afectiva o histórica que acarrea consigo un material. Aquí, la cinta magnética es conservada por el apego que genera, pero al introducirse material y conceptualmente dentro del universo del tejido, su temporalidad se transforma: ya no contiene tiempo cinematográfico sino que opera bajo la temporalidad de la artesanía (entendida aquí como lo hecho a mano).26

To craft is to care, una frase empleada a menudo en lecturas feministas para hablar sobre la capacidad afectiva de la artesanía/artes manuales, resulta difícil de traducir al castellano. El primer verbo, to craft, es confeccionar, crear a mano y, el segundo, to care, es tomar algo como importante, preocuparse por ello, cuidarlo, tenerle cariño. La polisemia de care, inoperante en castellano, resalta la temporalidad generada en la creación de la artesanía: mientras esta se realiza, la distinción que separa al evento de lo mundano cesa de existir, el paso del tiempo se convierte en duración pura. Al manipular cada tira de la cinta magnética se va tejiendo una historia personal —se dedica tiempo a alguien que ya no está y se propicia un estado meditativo que tiene el potencial de evocar recuerdos y momentos íntimos—. El vhs, video home system [sistema de video doméstico], surgió con la intención de hacer el cine portátil, creando un dispositivo capaz de transmitir (en lugar de proyectar) y afectar en casa, en la esfera privada. La domesticidad se traduce en intimidad y esta, a su vez, en afecto. Así, al bordar Las compañeras tienen grado, Montiel invierte tiempo en la manipulación manual del material al igual que compartió tiempo con su padre mirando la película (y, a la par, la cinta magnética como soporte cinematográfico contiene tiempo). Más que proponer que la obra es una matrioshka en la que se van encimando distintas suertes de tiempo que dan forma a distintas temporalidades, quiero señalar que el tiempo, conjugado con la actividad, ritualiza.

“Hacer a mano un objeto, decorarlo o teñirlo puede ser una personificación, una muestra de conocimiento personal, y puede dar forma a nuestras propias memorias e historias”.27 Independientemente de la cultura a la que pertenezcan, los objetos hechos a mano juegan un rol intrínseco y simbólico en distintos rituales y tienen el poder de evocar e invocar historias y lazos. En la cultura mixe ritualizar, en palabras de Yásnaya Aguilar, “hace que la muerte se convierta en un hecho de vida, que permita la continuidad de quienes han vivido nuestra partida y la extinción se incorpore en el relato de nuestra vida”.28

4
“Cada concepción de la historia está acompañada, invariablemente, por una cierta experiencia del tiempo que está implícita en ella, la condiciona, y por ende debe ser dilucidada”, afirma Giorgio Agamben en su libro Infancia e historia. “De forma similar,” continúa, “cada cultura es primero y antes que nada una experiencia particular del tiempo, y ninguna cultura nueva es posible sin una alteración en esta experiencia”.29 En línea con esa aseveración de Agamben, mi interés en abordar en este espacio las prácticas artísticas de Daniel Monroy Cuevas y Nuria Montiel corresponde al deseo de identificar formas cambiantes —e insubordinadas— a través de las cuales la experiencia de la temporalidad del progreso y la teleología impuestas por la modernidad se han desafiado recientemente dentro de la escena local.

Mientras Monroy Cuevas reinventa la temporalidad del cine al superar la pantalla, Montiel, por su parte, utiliza la materialidad del cine —la cinta magnética de su versión itinerante y doméstica— para infundirla con la temporalidad de la artesanía. Así, el primero pone bajo interrogación las experiencias de aceleración que trajo consigo el cine como invento —momento culminante dentro de la conceptualización de la tecnología (manifestada como progreso) como agente de la dislocación temporal— y la segunda aboga, por el contrario, por una suerte de desaceleración —un entendimiento antievolucionista del arte alejado del paradigma modernista— en la cual la labor manual crea una suspensión temporal que es, a final de cuentas, una postura ética: frenar el ritmo vertiginoso de la depuración estética30 para trabajar desde la afectividad.

Quisiera que mis reflexiones sobre estos ejercicios artísticos funcionaran también como una invitación discreta a trasladarlas al campo curatorial y al de la labor institucional. ¿Pueden estas deslindarse de una incesante lógica de productividad? Si, como prosigue Agamben, “la tarea original de la revolución genuina, por lo tanto, nunca es simplemente ‘cambiar al mundo’ sino, también —y sobre todo— ‘cambiar el tiempo’”,31 abolir la estructura rectilínea del progreso dictada por la modernidad será imposible si no cambiamos por igual los marcos en los cuales se insertan las prácticas artísticas. El marco, aquel viejo límite.


1. Tim Ingold, Lines: A Brief History, Londres, Routledge, 2007.

2. Ibid., p. 3. Esta y las siguientes citas de este libro son traducciones de la autora.

3. Idem.

4. El historiador François Hartog ha denominado “régimen de historicidad” a una herramienta conceptual que da cuenta de las distintas formas en que las civilizaciones occidentales han ordenado y articulado la relación entre pasado, presente y futuro. Aquí, yo hago referencia al régimen de historicidad moderno, que es el que explico como un modelo rectilíneo enfocado en el progreso. Ver: François Hartog, Regímenes de historicidad: presentismo y la experiencia del tiempo, México, Universidad Iberoamericana, 2007.

5. Christine Ross, The Past is the Present; It’s the Future Too: The Temporal Turn in Contemporary Art, Londres/Nueva York, Continuum Books, 2012, p. 6.

6. Uso intencional del género femenino en varios momentos del texto por parte de la autora. (Nota de los editores)

7. Carlo Rovelli, El orden del tiempo, Barcelona, Anagrama, 2018, (e-book).

8.Ibid.

9.Ibid.

10. Descripción dada por el artista en una conversación personal en agosto de 2018.

11. Aunque el cine es el medio por excelencia para plasmar el devenir temporal, desde las demás artes visuales se han gestado estrategias estéticas dignas de mención que han desafiado esta idea. Por ejemplo, en el campo de la pintura, David Alfaro Siqueiros plasmaba el transcurrir del tiempo mediante el énfasis en el movimiento de los personajes en algunos de sus murales. Por ejemplo, en Nueva democracia (1944), localizado en el Palacio de Bellas Artes de la Ciudad de México, el personaje principal, una alegoría de la democracia, parecería tener tres brazos. Lo que plasmó ahí el pintor chihuahuense es, en realidad, el momento en que el personaje rompe los grilletes que le ataban las manos. En vez de pintar un instante —trabajando bajo una lógica fotográfica— retrata una escena entera —cual si esta, cuan breve fuera, hubiese sido filmada—. Por otro lado, me parece importante destacar en el campo de la fotografía la serie de salas cinematográficas retratadas por Hiroshi Sugimoto a partir de 1967, en la que sus pantallas están saturadas de luz blanca, que es el resultado de la larga exposición de la toma que capta la totalidad de la película proyectada. En algunas de las tomas realizadas en autocinemas, pueden distinguirse al fondo de la imagen las luces generadas por insectos, por el sobrevuelo de distintas aeronaves o, incluso, por satélites de comunicación.

12. Dada la imposibilidad humana para percibir el paso del tiempo de forma homóloga y dadas las limitaciones del sensorium humano para hacerlo tangible, el tiempo siempre se ha buscado espacializar. Además de las unidades reguladoras como el calendario y sus unidades derivadas, se han encontrado otras formas naturales de espacialización como, por ejemplo, los aros que se marcan al interior del tronco de un árbol. Esta es una de las espacializaciones más populares ya que cada aro coincide, casi con exactitud, con un año calendario.

13. En el México prehispánico, se pensaba que la obsidiana tenía propiedades místicas. “El espejo de obsidiana, llamado tezcatl, era instrumento de magia negra usado solo por los hechiceros. Contemplar sus profundidades humosas permitía viajes a otros tiempos y lugares, al mundo de los dioses y los antepasados. Los espejos de obsidiana presentan una apta metáfora para las imágenes de los sitios y los objetos del antiguo México: ellos reflejan el observador y el objeto a la vez”. Cita tomada de los textos de sala que acompañaron a la exposición Obsidian Mirror-Travels. Refracting Ancient Mexican Art and Archaeology presentada en The Getty Research Institute, Los Ángeles, de noviembre de 2010 a marzo de 2011. Disponible en <http://www.getty.edu/research/exhibitions_events/exhibitions/obsidian_mirror/through_the_mirror.html> (consultado el 22 de septiembre de 2020).

14. Daniel Monroy Cuevas, “Sabemos cómo es el fuego” en Impresiones del tiempo, Alfonso Santiago y Esteban King (eds.), Ciudad de México, espac, 2018, p. 90.

15. Andrzej Wajda (dirs.), La tierra de la gran promesa, Polonia, Film Polski/Zespól Filmowy, 1975.

16. Extracto que conforma al texto Sabemos cómo es el fuego. Este fragmento específico está inspirado en un pasaje de Gilles Deleuze, La imagen-tiempo: Estudios sobre cine 2, Madrid, Grupo Planeta, 1996

17. Maria Stavrinaki, Saisis par la préhistoire. Enquête sur l’art et les temps des modernes, Dijon, Les presses du réel, 2019.

18. Ibid., p. 12. (Traducción de la autora.)

19. Guadalupe Miranda y María Inés Roqué (dirs.), Las compañeras tienen grado, Centro de Capacitación Cinematográfica, 1995.

20. Ver: Judith Halberstam, “Queer Temporalities and Postmodern Geographies” en In A Queer Time and Place. Transgender Bodies, Subcultural Lives, Nueva York/Londres, New York University Press, 2005, pp. 1-21.

21. Ver: Julia Kristeva, “El tiempo de las mujeres” en Debate feminista, vol. 11, 1995, pp. 343-365.

22. Tim Ingold, op, cit., p. 2.

23. Más que una serie de valores (que el propio término “contemporáneo” no logra denotar), refiero aquí al arte que circula en redes globalizadas de corte neoliberal.

24. Ver: Dennis Stevens, “Validity Is in the Eye of the Beholder. Mapping Craft Communities of Practice” en Extra/Ordinary: Craft in Contemporary Art, Maria Elena Buszek (ed.), Durham/Londres, Duke University Press, 2011, pp. 44-58.

25. Janis Jefferies, “Loving Attention: An Outburst in Craft in Contemporary Art” en Maria Elena Buszek (ed.), op. cit., p. 225.

26. No sigo aquí la separación temprano-moderna (perpetuada por críticas como las de Clement Greenberg) de la artesanía como pura destreza manual vaciada de conocimiento. Esta conlleva, ciertamente, una determinada capacidad técnica pero no se limita a ello. Por otro lado, no excluyo de la artesanía a creadoras de pueblos originarios, pero tampoco la planteo como limitada a la cultura material de estos pueblos.

27. Janis Jefferies, op. cit., p. 226.

28. Yásnaya Elena A. Gil, “La palabra como ritual” en Gatopardo, México, 6 de mayo de 2020. Consultado en <https://gatopardo.com/opinion/los-rituales-ante-la-muerte/>.

29. Giorgio Agamben, Infancy and History. Essays on the Destruction of Experience, trad. de Liz Heron, Londres, Verso, 1993, p. 91. Tomo el pasaje citado de la versión inglesa ya que varía notablemente del original en italiano (Infanzia e storia. Distruzione dell’esperienza e origine della storia, Turín, Giulio Einaudi, 1978) y de la traducción al castellano (Infancia e historia. Destrucción de la experiencia y origen de la historia, trad. de Silvio Mattoni, Buenos Aires, Adriana Hidalgo editora, 2001).

30. Por “depuración estética” me refiero a la propuesta de Alfred H. Barr en su diagrama del cubismo y el arte abstracto, donde se grafica incluso que la limpieza de las formas implicaba que las formas no occidentales quedarán a los márgenes del propio diagrama.

31. Giorgio Agamben, ibid., p. 91.












Fabiola Iza
(Ciudad de México, 1986)

Curadora e historiadora del arte. Posee una licenciatura en Teoría del Arte y una maestría en Artes Visuales con una especialización en Teoría del Arte Contemporáneo por Goldsmiths, Londres. Su trabajo cuestiona la institución y la manipulación de archivos dentro de la práctica curatorial y busca herramientas, estrategias y metodologías que puedan socavar las narraciones hegemónicas retenidas en las exposiciones. Se desempeñó como curadora en Casa del Lago (2011-2013) y, desde 2014 es directora de teeoria, una colección de libros sobre teoría cultural publicados por Taller de Ediciones Económicas. Su trabajo abarca proyectos curatoriales, docencia y edición de publicaciones, entre otras actividades. Algunos de sus proyectos curatoriales son: Recomendaciones mínimas para caminar de espaldas, muestra cocurada con David Miranda en Ex Teresa Arte Actual, Ciudad de México (2017); Espejo negro, elefante blanco en El Cuarto de Máquinas, Ciudad de México (2017); To Unmap the Terrain: A Presentation of Artists’ Publishing in Mexico en Banner Repeater, Londres (2015); The Lulennial: Un gestuario sutil, muestra cocurada con Chris Sharp en Lulu, Ciudad de México y Museum Bärengasse, Zúrich (2015); Le voyage dans la lune en Proyectos Monclova, Ciudad de México (2013); Oute la mémoire du monde (2013), y El Segundo Congreso Mundial de los Artistas Libres. Camel Collective en Casa del Lago, Ciudad de México (2013).