S de Sueño
Catalina Lozano
El conocimiento, en su sentido moderno-colonial, ha relegado lo que el psicoanálisis llama el inconsciente, dentro de los procesos de verificación de la realidad, a favor de metodologías de observación y cuantificación que descartan una gran parte de nuestras capacidades perceptivas. El “descubrimiento” del inconsciente por Freud es en sí mismo un rizo interesante de esa forma eurocéntrica de conocimiento que se ponía en crisis a finales del siglo XIX cuando aparecían varios indicios de sospecha respecto a la cerrada racionalidad de la Ilustración.
Mientras los ilustrados se miraban el ombligo y creaban una ficción de racionalidad infalible, millones de otras personas seguían —y siguen— confiando en formas de conocimiento dentro de las cuales lo inconsciente y, dentro de este, lo onírico, son herramientas fundamentales para aprehender la realidad y mediar con las fuerzas vitales del mundo, visibles e invisibles. Las categorías modernas tienen un punto ciego que nos han llevado a perder conexiones, a desatender otras formas de saber. El régimen retiniano de verificación científica a veces, paradójicamente, nos enceguece. Al querer “saber sobre” nos olvidamos “estar con”, nos apegamos a nuestra idea de humanidad higienizada de los mundos que se desenvuelven a nuestro alrededor y de los que somos parte.
En mi práctica curatorial y en las investigaciones que la acompañan, me he interesado desde hace años en formas de conocimiento que cuestionan las certezas y separaciones creadas por la modernidad, que surgen dentro y fuera de las estructuras epistemológicas moderno-coloniales, pero que en su gran mayoría han tenido que responder o resistirse a ellas. Esto me lleva a pensar e interrogar una especie de topología psíquica que organiza la forma en la que conozco, aprendo o pienso la realidad. Como mucho del lenguaje que estoy acostumbrada a invocar en mi trabajo tiene que ver con el “conocimiento” y la “producción de conocimiento”, se ha vuelto difícil imaginar otras posibilidades cognitivas ante esta compulsión por saber. Para la antropóloga Marisol de la Cadena, la episteme moderna está acostumbrada a obliterar lo que no puede canibalizar.
Carl Jung consideraba que los sueños son “pura naturaleza” y esto me interesa porque una de las divisiones más cruciales del paradigma epistemológico moderno-colonial es la de la naturaleza y la cultura. No puedo atribuir a Jung una claridad que no expresa respecto a esta división, pero me tomo la licencia de especular sobre un entendimiento de los sueños como naturaleza porque es ya un acto de subversión de estas categorías. Los sueños expresan una naturaleza poblada de símbolos que participan de la cultura, que forman un inconsciente colectivo. No importa desde dónde se explique la capacidad de soñar, esta nos lleva a habitar una realidad conectada que en la vigilia llenamos de divisiones.
Registrar un sueño por medio de la escritura u otro método crea una narrativa que borra la ocurrencia del sueño a favor de una memoria o una imagen en esta dimensión. Los sueños, para muchos, son experiencias de contacto con otros dominios de experiencia, con otras dimensiones o con herramientas de adivinación. Su realidad, de cualquier manera, no es cuestionada. Para la antropóloga Barbara Tedlock, “las narrativas de los sueños no son sueños y tampoco narrar o representar los sueños puede recuperar las experiencias del sueño”. Así, nuestra traducción de los sueños termina por tener un carácter casi performativo, un necesario proceso de transformación en material de la conciencia. Es en ese proceso que se revela el potencial de los sueños en nuestro presente consciente, creo. Tedlock también da cuenta de la investigación de Lydia Degarrod sobre el potencial sanador de la experiencia colectiva de compartir los sueños entre comunidades mapuche, que “permitió que la combinación de elementos de sueños de diferentes individuos fuera relacionada a través de un análisis intertextual y contextual y la creencia general de que los sueños facilitan la comunicación con seres sobrenaturales”.1
Tedlock y otros etnógrafos se han interesado en los sueños, no solo como objetos, sino también como herramientas de investigación porque, en palabras de Eduardo Kohn, los sueños “crecen de y en el mundo y el aprender a sintonizarse con sus lógicas especiales y sus formas frágiles de eficacia ayuda a revelar algo del mundo más allá de lo humano”.2 De hecho, Kohn relata que los habitantes de Ávila en la Amazonía ecuatoriana interpretan los sueños premonitorios de los perros a través de los sonidos que estos hacen al dormir. También les dan plantas alucinógenas para comunicarse con ellos más efectivamente a partir de las interpretaciones de sus sueños.3 Más allá de reconocer y tal vez humanizar los pequeños movimientos de los animales mientras duermen, imaginando narrativas ingenuas basadas en la forma en la que creemos que perciben y consumen el mundo a su alrededor, los sueños pueden ser canales de comunicación con otras especies, avenidas de expansión de nuestro pensamiento.
El escritor, artista y activista indígena Ailton Krenak explica que para él “el sueño no es la experiencia cotidiana de dormir y soñar, sino un ejercicio disciplinado de buscar en el sueño las guías para nuestras elecciones cotidianas”.4 Los sueños son oráculos que podemos aprender a interpretar, son herramientas de pensamiento que desatendemos a favor de una supuesta realidad medible según parámetros recibidos por nuestra educación. La palabra dimensión, estrictamente hablando, define algo que puede ser medido o la extensión de algo que puede ser medido. Su etimología, sin embargo, la conecta con la raíz protoindoeuropea mē- (luna), de donde derivan las palabras mes y menstruación; es decir, la medida dada por los ciclos lunares que exceden por mucho las restricciones pueriles de “nuestras” ideas de tiempo y espacio.
Juan Downey narra que cuando vivió con algunas comunidades yanomami al final de los años setenta, se dio cuenta de que los yanomami pensaban que las personas como él no sabían soñar, o se reían de “la naturaleza de sus sueños”.5 Esto es precisamente lo que el chamán y activista yanomami Davi Kopenawa le dijo al antropólogo Bruce Albert: “Tus profesores no te enseñaron a soñar como nosotros”.6 Es curioso que ahora la neurociencia se acerque a estas ideas de pueblos a los que tan a menudo se les ha negado la simultaneidad del presente; es decir, poblaciones enteras que son relegadas retóricamente a vivir en el pasado como una forma de anulación epistémica. Resulta que estos pueblos quizá han desarrollado capacidades cognitivas excepcionales que están relacionadas con una disciplina de observación de los fenómenos oníricos, de la ingesta de ciertas sustancias psicoactivas y de otros entrenamientos.
Por ejemplo, ciertos niños kogi7 escogidos para ser mamas —sabios y líderes espirituales— pasan los primeros años de su vida —desde su nacimiento hasta los nueve o dieciocho años— en una cueva oscura privados de luz, preparándose para su futuro rol en la comunidad. La oscuridad (Sé) se relaciona con el origen del universo y a la madre de todo lo que existe. La privación de la luz en la infancia y la inversión de ritmos circadianos es lo que permite a los mamas “ver” más allá de lo meramente retinal porque desarrollan “habilidades extrasensoriales fuertemente refinadas”.8 En gran parte, esto tiene que ver, parece, con el desarrollo de la glándula pineal que se activa en la oscuridad y que es la responsable de la producción de melatonina, indispensable para el estado del sueño.
El neurocientífico brasilero Sidarta Ribeiro ha formulado “una teoría general del dormir y de los sueños que compatibiliza pasado y futuro para explicar la función onírica como herramienta crucial de supervivencia en el presente”.9 Para Ribeiro, el abandono de nuestros sueños es una causa —y pienso que un síntoma a la vez— de la crisis civilizatoria de Occidente.
Mientras los ilustrados se miraban el ombligo y creaban una ficción de racionalidad infalible, millones de otras personas seguían —y siguen— confiando en formas de conocimiento dentro de las cuales lo inconsciente y, dentro de este, lo onírico, son herramientas fundamentales para aprehender la realidad y mediar con las fuerzas vitales del mundo, visibles e invisibles. Las categorías modernas tienen un punto ciego que nos han llevado a perder conexiones, a desatender otras formas de saber. El régimen retiniano de verificación científica a veces, paradójicamente, nos enceguece. Al querer “saber sobre” nos olvidamos “estar con”, nos apegamos a nuestra idea de humanidad higienizada de los mundos que se desenvuelven a nuestro alrededor y de los que somos parte.
En mi práctica curatorial y en las investigaciones que la acompañan, me he interesado desde hace años en formas de conocimiento que cuestionan las certezas y separaciones creadas por la modernidad, que surgen dentro y fuera de las estructuras epistemológicas moderno-coloniales, pero que en su gran mayoría han tenido que responder o resistirse a ellas. Esto me lleva a pensar e interrogar una especie de topología psíquica que organiza la forma en la que conozco, aprendo o pienso la realidad. Como mucho del lenguaje que estoy acostumbrada a invocar en mi trabajo tiene que ver con el “conocimiento” y la “producción de conocimiento”, se ha vuelto difícil imaginar otras posibilidades cognitivas ante esta compulsión por saber. Para la antropóloga Marisol de la Cadena, la episteme moderna está acostumbrada a obliterar lo que no puede canibalizar.
Carl Jung consideraba que los sueños son “pura naturaleza” y esto me interesa porque una de las divisiones más cruciales del paradigma epistemológico moderno-colonial es la de la naturaleza y la cultura. No puedo atribuir a Jung una claridad que no expresa respecto a esta división, pero me tomo la licencia de especular sobre un entendimiento de los sueños como naturaleza porque es ya un acto de subversión de estas categorías. Los sueños expresan una naturaleza poblada de símbolos que participan de la cultura, que forman un inconsciente colectivo. No importa desde dónde se explique la capacidad de soñar, esta nos lleva a habitar una realidad conectada que en la vigilia llenamos de divisiones.
Registrar un sueño por medio de la escritura u otro método crea una narrativa que borra la ocurrencia del sueño a favor de una memoria o una imagen en esta dimensión. Los sueños, para muchos, son experiencias de contacto con otros dominios de experiencia, con otras dimensiones o con herramientas de adivinación. Su realidad, de cualquier manera, no es cuestionada. Para la antropóloga Barbara Tedlock, “las narrativas de los sueños no son sueños y tampoco narrar o representar los sueños puede recuperar las experiencias del sueño”. Así, nuestra traducción de los sueños termina por tener un carácter casi performativo, un necesario proceso de transformación en material de la conciencia. Es en ese proceso que se revela el potencial de los sueños en nuestro presente consciente, creo. Tedlock también da cuenta de la investigación de Lydia Degarrod sobre el potencial sanador de la experiencia colectiva de compartir los sueños entre comunidades mapuche, que “permitió que la combinación de elementos de sueños de diferentes individuos fuera relacionada a través de un análisis intertextual y contextual y la creencia general de que los sueños facilitan la comunicación con seres sobrenaturales”.1
Tedlock y otros etnógrafos se han interesado en los sueños, no solo como objetos, sino también como herramientas de investigación porque, en palabras de Eduardo Kohn, los sueños “crecen de y en el mundo y el aprender a sintonizarse con sus lógicas especiales y sus formas frágiles de eficacia ayuda a revelar algo del mundo más allá de lo humano”.2 De hecho, Kohn relata que los habitantes de Ávila en la Amazonía ecuatoriana interpretan los sueños premonitorios de los perros a través de los sonidos que estos hacen al dormir. También les dan plantas alucinógenas para comunicarse con ellos más efectivamente a partir de las interpretaciones de sus sueños.3 Más allá de reconocer y tal vez humanizar los pequeños movimientos de los animales mientras duermen, imaginando narrativas ingenuas basadas en la forma en la que creemos que perciben y consumen el mundo a su alrededor, los sueños pueden ser canales de comunicación con otras especies, avenidas de expansión de nuestro pensamiento.
El escritor, artista y activista indígena Ailton Krenak explica que para él “el sueño no es la experiencia cotidiana de dormir y soñar, sino un ejercicio disciplinado de buscar en el sueño las guías para nuestras elecciones cotidianas”.4 Los sueños son oráculos que podemos aprender a interpretar, son herramientas de pensamiento que desatendemos a favor de una supuesta realidad medible según parámetros recibidos por nuestra educación. La palabra dimensión, estrictamente hablando, define algo que puede ser medido o la extensión de algo que puede ser medido. Su etimología, sin embargo, la conecta con la raíz protoindoeuropea mē- (luna), de donde derivan las palabras mes y menstruación; es decir, la medida dada por los ciclos lunares que exceden por mucho las restricciones pueriles de “nuestras” ideas de tiempo y espacio.
Juan Downey narra que cuando vivió con algunas comunidades yanomami al final de los años setenta, se dio cuenta de que los yanomami pensaban que las personas como él no sabían soñar, o se reían de “la naturaleza de sus sueños”.5 Esto es precisamente lo que el chamán y activista yanomami Davi Kopenawa le dijo al antropólogo Bruce Albert: “Tus profesores no te enseñaron a soñar como nosotros”.6 Es curioso que ahora la neurociencia se acerque a estas ideas de pueblos a los que tan a menudo se les ha negado la simultaneidad del presente; es decir, poblaciones enteras que son relegadas retóricamente a vivir en el pasado como una forma de anulación epistémica. Resulta que estos pueblos quizá han desarrollado capacidades cognitivas excepcionales que están relacionadas con una disciplina de observación de los fenómenos oníricos, de la ingesta de ciertas sustancias psicoactivas y de otros entrenamientos.
Por ejemplo, ciertos niños kogi7 escogidos para ser mamas —sabios y líderes espirituales— pasan los primeros años de su vida —desde su nacimiento hasta los nueve o dieciocho años— en una cueva oscura privados de luz, preparándose para su futuro rol en la comunidad. La oscuridad (Sé) se relaciona con el origen del universo y a la madre de todo lo que existe. La privación de la luz en la infancia y la inversión de ritmos circadianos es lo que permite a los mamas “ver” más allá de lo meramente retinal porque desarrollan “habilidades extrasensoriales fuertemente refinadas”.8 En gran parte, esto tiene que ver, parece, con el desarrollo de la glándula pineal que se activa en la oscuridad y que es la responsable de la producción de melatonina, indispensable para el estado del sueño.
El neurocientífico brasilero Sidarta Ribeiro ha formulado “una teoría general del dormir y de los sueños que compatibiliza pasado y futuro para explicar la función onírica como herramienta crucial de supervivencia en el presente”.9 Para Ribeiro, el abandono de nuestros sueños es una causa —y pienso que un síntoma a la vez— de la crisis civilizatoria de Occidente.
1. Barbara Tedlock, “The New Anthropology of Dreaming” en Dreaming, vol. 1, núm. 2, 1991. Disponible en <https://asdreams.org/journal/articles/1-2tedlock1991.htm>.
2. Eduardo Kohn, “Trans-Species Pidgins” en How Forests Think: Toward an Anthropology Beyond the Human, Berkeley, University of California Press, 2013, p. 13.
3.Ibid, pp. 131–150.
4. Ailton Krenak, “Do sonho e da terra” en Ideias para adiar o fim do mundo, São Paulo, Companhia das Letras, 2019, pp. 51-52 (traducción de la autora).
5. Juan Downey, “Drawing with the Yanomami” en Juan Downey 1940-1993, Julieta González y Javier Rivero (eds.), Ciudad de México, Ediciones mp, 2019, p. 338.
6. Davi Kopenawa y Bruce Albert, The Falling Sky: Words of a Yanomami Shaman, Cambridge, The Belknap Press of Harvard University Press, 2013, p. 11.
7. Los kogi son uno de los cuatro pueblos indígenas que habitan en la Sierra Nevada de Santa Marta en la costa norte de Colombia.
8. Falk Xué Parra Witte, Living the Law of Origin: The Cosmological, Ontological, Epistemological, and Ecological Framework of Kogi Environmental Politics, Cambridge, Downing College/University of Cambridge, 2017, p. 24 (Tesis de doctorado).
9. Sidarta Ribeiro, O oráculo da noite. A história e a ciência do sonho, São Paulo, Companhia das Letras, 2020, p. 33.
Catalina Lozano
(Bogotá, 1979)
Curadora e investigadora. Es historiadora por la Universidad Nacional de Colombia en Bogotá; cuenta con una maestría en Culturas Visuales por Goldsmiths College en Londres y, en Teorías y Prácticas del Arte por la École des hautes études en sciences sociales (ehess) en París. Está interesada en relatos menores que cuestionan formas hegemónicas de conocimiento. Fue responsable del programa de residencias de Gasworks en Londres (2008-2010); cofundó de_sitio, una plataforma de proyectos en la Ciudad de México (2011); formó parte del equipo artístico de la 8.ª Bienal de Berlín (2014); cofundó Lo Otro, proyecto editorial independiente (2017); fue curadora asociada en el Museo Jumex, donde organizó muestras como Podría ser (una flecha): una lectura de la Colección Jumex, Retrospectiva de Xavier Le Roy y Fernanda Gomes. Actualmente es directora de Programas en Latinoamérica en kadist. Algunos de sus proyectos son: “…ahí, pero vacío” en joségarcía ,mx (2017); Lorena Espitia. Deja de seguirme, estrella mañanera en el Museo de Arte Moderno de Medellín (2017); Ce qui ne sert pas s’oublie en el capc Bordeaux (2015); Being an Island, con Kasha Bittner, en daadgalerie en Berlín (2013), y La puerta hacia lo invisible debe ser visible en Casa del Lago en la Ciudad de México (2012). Es coeditora del libro Crawling Doubles: Colonial Collecting and Affects (París, B42, 2016) y autora del libro The Cure (A.C.A. Public, 2018).
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(Bogotá, 1979)
Curadora e investigadora. Es historiadora por la Universidad Nacional de Colombia en Bogotá; cuenta con una maestría en Culturas Visuales por Goldsmiths College en Londres y, en Teorías y Prácticas del Arte por la École des hautes études en sciences sociales (ehess) en París. Está interesada en relatos menores que cuestionan formas hegemónicas de conocimiento. Fue responsable del programa de residencias de Gasworks en Londres (2008-2010); cofundó de_sitio, una plataforma de proyectos en la Ciudad de México (2011); formó parte del equipo artístico de la 8.ª Bienal de Berlín (2014); cofundó Lo Otro, proyecto editorial independiente (2017); fue curadora asociada en el Museo Jumex, donde organizó muestras como Podría ser (una flecha): una lectura de la Colección Jumex, Retrospectiva de Xavier Le Roy y Fernanda Gomes. Actualmente es directora de Programas en Latinoamérica en kadist. Algunos de sus proyectos son: “…ahí, pero vacío” en joségarcía ,mx (2017); Lorena Espitia. Deja de seguirme, estrella mañanera en el Museo de Arte Moderno de Medellín (2017); Ce qui ne sert pas s’oublie en el capc Bordeaux (2015); Being an Island, con Kasha Bittner, en daadgalerie en Berlín (2013), y La puerta hacia lo invisible debe ser visible en Casa del Lago en la Ciudad de México (2012). Es coeditora del libro Crawling Doubles: Colonial Collecting and Affects (París, B42, 2016) y autora del libro The Cure (A.C.A. Public, 2018).
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