M de Montaje 
Acerca del montaje de exposiciones
Michel Blancsubé






El montaje de una exposición es el periodo durante el cual se procede a la instalación de las obras en el espacio

Por más que uno organice con antelación todas las reuniones posibles e imaginables con todos los gremios involucrados así como con el conjunto de los actores que el montaje requerirá, el paso a la práctica suele conllevar algunas sorpresas, que habrá que resolver durante el tiempo reservado para acomodar las piezas, plazo cuya duración, aún cuando llega a ser generosa, no deja de ser limitada.

Antes que nada, es preciso comprender y admitir que aquello en lo que se fijará la mayoría del público asistente a una exposición es en el aspecto de la misma, su apariencia, en ciertas obras antes que en otras, fragmentos; en el mejor de los casos, con el transcurso del tiempo y al amparo de la memoria y sus traiciones, dejará cuando mucho una impresión de conjunto creada por la disposición general de las obras que resulta del montaje. El argumento, el discurso del comisario, aun cuando casi siempre aparece a manera de exergo a la entrada de la exposición, y por más brillante que sea, solo atrae el interés de una minoría, a menudo compuesta por los colegas de oficio. El público general, en el mejor de los casos, prestará atención a lo esencial: las obras seleccionadas, su distribución y su encadenamiento en el espacio.

Asistí hace tiempo —fue quizá la ocasión que colmó el vaso— a una inauguración durante la cual, alcohol mediante, no pude disimular mi exasperación ante un inmenso, intempestivo e inconveniente monocromo blanco de pésima factura. Indagué los detalles del asunto y me enteré de que obedecía a una decisión de último minuto tomada por un alto funcionario de una institución francesa encargada de la colocación, decisión inspirada por un a priori bastante dudoso.

¿De qué se trataba?

Un monocromo negro de gran formato, montado gracias a dos cables tendidos de piso a techo justo en medio de la última sala de esa imponente exposición monográfica, tendría que haber dejado a la vista su reverso de lienzo color crudo montado sobre un marco de madera: el dispositivo no resultaba en absoluto chocante, más bien el contrario. Atraído por un puñado de obras colgadas un poco más lejos, el visitante solía rodear el lienzo suspendido. Después, se veía obligado a dar media vuelta y volver sobre sus pasos para abandonar la exposición. Al hacerlo, se topaba de narices con el imponente monocromo blanco motivo de mi enojo. Salía entonces de una exposición de pinturas obscuras, cuyo propósito era demostrar que el negro es mucho más que la ausencia de color, teniendo como última visión la suma de todos ellos. ¡Fatal, en mi opinión!

El encargado temía que algún visitante maleducado cediera a la tentación de la escalada. Así pues, una vulgar sábana de algodón blanco había sido sujetada de prisa y corriendo al reverso de la obra para disimular aquel esbozo de escalera, con el propósito de frenar en seco el riesgo de que un ser un tanto primario, por no hablar de un primate, decidiera lanzarse al asalto del reverso torpemente oculto del lienzo. El ayudante del artista, con quien compartí los motivos de mi incomprensión, replicó que no quería discutir con alguien que juzgaba el todo a partir de un detalle. Di por terminada aquella tensa discusión tras señalar que nuestra actividad consiste justamente en preocuparse por los detalles, a priori sin límites, y que una de las múltiples dificultades de un montaje radica precisamente en saber detenerse antes de la decisión que está de sobra.

Hoy en día, las más de las veces, las primicias de una exposición consisten en un intercambio de correos electrónicos entre el comisario de la exposición, los responsables de la institución donde debe llevarse a cabo el montaje, los proveedores, los técnicos, el o los artistas implicados así como sus ayudantes y posibles representantes. A menudo, todos los participantes en un proyecto se encuentran por primera vez cuando llega el momento del dichoso montaje. La puesta en presencia de los actores y el hacer colectivo que la exige hacen de esa fase decisiva el momento singular de toda exposición, su acmé.

Con la excepción del comisario, por lo general, a menudo el montaje corresponde al momento en que las obras son vistas por primera vez tanto por los museógrafos como por los demás especialistas involucrados. El “maestro de ceremonias” puede entonces someter a prueba los emparejamientos y otros acercamientos que hasta entonces, las más de las veces, había tenido que conformarse con imaginar y con operar de manera meramente virtual. Etapa empírica en sí, el montaje puede obligar a replantear e incluso a invalidar la escenografía inicialmente prevista. Montar dista de ser una ciencia exacta y lo arbitrario, lo intuitivo, el instinto son de rigor; un carácter arbitrario que inventa sus propios criterios para elegir tal configuración por sobre otra. Algunos montajes resultan obvios mientras que otros exigen varios intentos antes de hallar el sitio ideal para cada obra: sitio idóneo que habrá de permitir a cada objeto tener efecto sobre su entorno y sobre el resto de la selección, aprovechando la plenitud de su potencial.

A finales de junio y principios de julio de 1996, tuve la oportunidad de participar en un montaje sin duda memorable: L’art au corps: le corps exposé de Man Ray à nos jours [El arte al cuerpo: el cuerpo expuesto desde Man Ray hasta nuestros días] en el Museo de Arte Contemporáneo de Marsella. Curada por Philippe Vergne, aquella exposición presentaba una relectura del arte corporal, partiendo de las primicias selectas de principios del siglo pasado hasta llegar a obras más recientes. Histórico e internacional, aquel arte al cuerpo reactivaba las vanguardias estadounidense, austriaca, inglesa, alemana, francesa y checa del body art. Las obras provenientes de Francia habían podido ser reunidas con anticipación pero la mayoría de las cerca de 380 piezas expuestas provenía de Estados Unidos y del resto de Europa. Las piezas llegaron al museo apenas la víspera y la antevíspera de la inauguración. Las últimas cuarenta y ocho horas del montaje transcurrieron de manera ininterrumpida, día y noche. Comimos, nos aseamos y tomamos breves momentos de descanso en el recinto del museo. El día de la inauguración, mientras el público se agolpaba impaciente tras las puertas aún cerradas de la sala, nosotros estábamos terminando de colocar, mal que bien, la última obra pendiente: Theme for a Major Hit (1974) de Dennis Oppenheim. La instalación consistía en una marioneta a la efigie de su autor, cuyo mecanismo situado por encima del personaje lo hacía bailar al ritmo de la música folk. Cuando los pasos acompasados del autómata vestido de gris resonaron al fin contra el suelo de mármol del museo, se liberó el acceso a los 2000 metros cuadrados de exposición y aquel arte al cuerpo dejó de pertenecer exclusivamente a los miembros del equipo que lo había montado. La puesta de marcha de la marioneta marcó en aquella ocasión, de manera inequívoca, simbólica y voluptuosa, el abandono del usufructo ilusorio y, a fin de cuentas, muy relativo.

Durante el verano de 1997, el Palazzo Forti de Verona, al norte de la península italiana, acogió una mostra ditirámbica dedicada al dadaísmo, de Duchamp a Warhol. Los museos de Marsella me habían mandado instalar una decena de obras prestadas por los museos de arte moderno y contemporáneo de aquella ciudad, para los que yo trabajaba por aquel entonces. Hacia el final del montaje, bastante caótico por el elevado número de obras, un coleccionista y un galerista me preguntaron si aceptaba sacarlos de un mal paso.

¿De qué se trataba esta vez?

La cámara endoscópica de la instalación Œil pour œil (1993) de Wolf Vostell, colocada en el ojo derecho del Mesías, había dejado de funcionar. Era preciso remplazarla. La nueva cámara era de un diámetro ligeramente superior y, por ende, no cabía por el orificio existente. ¡Uno tras otro, los museógrafos locales se habían santiguado y negado a ayudar! Acepté. Y ahí me tienen, ampliando con taladro la órbita del ojo de un Cristo de madera del siglo xiii. Mera coincidencia, quizá, pero recuerdo que una tormenta feroz y estruendosa empezó a caer justo en el momento en que yo empecé el retoque impío de un lóbulo ocular supuestamente sagrado.

Más allá de las situaciones imprevistas y de las sorpresas en torno a las cuales sería posible disertar ampliamente, ya que tales acontecimientos convierten sin lugar a dudas la instalación de una exposición en su trance más intenso, dicha etapa es también excepcional por ser el momento en que uno descubre y manipula obras originales. Apenas abiertas las cajas de transporte, se desempaca cuidadosamente el contenido que, una vez a la vista, conmueve. Recuerdo uno de los primeros montajes en los que participé. Fue en 1991, en Marsella, en una de las salas abovedadas del Centre de la Vieille Charité, ¡mis primeros pasos en la “cocina”! Era la primera vez que me ponía guantes blancos para liberar obras prestadas para Danses tracées, exposición temporal imaginada por Laurence Louppe. Emocionado y un tanto febril, quedé sinceramente conmovido al sacar a la luz una serie de dibujos del coreógrafo y bailarín estrella ruso de origen polaco Vaslav Nijinski. Esa operación, que he repetido desde entonces incontables veces, forma siempre parte del ritual. No obstante, la excitación y las emociones, de mayor o menor intensidad en función del objeto devuelto a la luz, están siempre allí, como si nada.

La situación que vivimos desde marzo de 2020 suscita muchas interrogantes, entre las que destaca la de saber si los montajes de mañana se parecerán a los de ayer. La magia seguirá manifestándose en algunos. De no ser así, ¿para qué? Otros, muy o incluso demasiado institucionales, amenazan con tornarse aún más asépticos de lo que ya eran antes de nuestro confinamiento.

Ciudad de México, agosto de 2020
Traducción del francés por Haydée Silva











Michel Blancsubé
(Vanves, 1958)


Curador. Fue curador asistente del Museo de Arte Contemporáneo de Marsella (1996-2001) y tuvo a su cargo el departamento de registro de la Fundación/Colección Jumex con sede en Ecatepec (2001-2012), en donde curó las exposiciones: Esquiador en el fondo de un pozo (2006), Entre patio y jardín (2007), Schweiz über alles (2008), In memoriam Albert Hofmann (2008), Les enfants terribles (2009), ¡Sin techo está pelón! (2010) y Habitar el tiempo (2014). Entre sus proyectos curatoriales se encuentran: Yäq en La Planta, Guadalajara (2007); El norte del sur en Galería Baró Cruz, São Paulo (2008); Mónica Espinosa. El peso del mundo en Galería Casas Riegner, Bogotá (2010); Carlos Amorales. Vivir por fuera de la casa de uno en el Museo Amparo, Puebla (2010); Tiempo muerto. Economías del deseo proyecto de Juan Pablo Macías en muca-Roma, Ciudad de México (2012); Mario de Vega 2003-2013 en el Laboratorio de Arte Alameda, Ciudad de México (2013); Sobre Negro en Fundación Marso, Ciudad de México y en la Torre de los Vientos, Ciudad de México (2015). Además de su labor curatorial, Blancsubé ha colaborado en múltiples publicaciones de arte contemporáneo.