ESPAC de la A a la Z
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A de Aprendizaje

Astrid López Méndez





Del lat. poetĭca. De los inicios. De las repeticiones.
De la disposición. Del arte.

Don Enrique tiene un bigote espeso perfectamente peinado y recortado; la nitidez con la que se dibuja en su rostro me permitiría, quizá, trazarlo rápidamente en una hoja de papel. Por ahora, prefiero dejar a un lado esa posibilidad y conservar solamente la imagen que se ha grabado en mi cabeza.

—Oiga, don Enrique, ¿por qué cada vez que levanta la cortina de la tienda lo primero que hace es mirar el espejo y peinar sus cabellos y su bigote?

Hay quien se preguntará cuál es la diferencia entre pulcritud y vanidad, pero no llegará a preocuparse si al final no encuentra una respuesta.

Luego de amarrar con suavidad las cuerdas blancas, don Enrique utiliza las palmas de las manos para terminar de acomodar el delantal en su cuerpo. Antes de colocar los cuchillos en el mostrador, utiliza el afilador, y el sonido del contacto de los metales borra momentáneamente el ruido de los autos.

Todos miramos.
—¿Qué les voy a dar?

Se demora varios minutos con cada cliente.

Jamones y quesos: colocar guantes y ajustar el tamaño de la rebanada. Si el queso se solicita en porciones más grandes, la medida de los cien gramos está grabada en la mente de don Enrique para saber dónde cortar. Si hay una equivocación, pregunta al cliente si quiere los gramos faltantes. Usualmente, no hay problema.

Enlatados y botanas: mostrar la variedad de marcas y tamaños, uno o dos comentarios sobre cada uno en caso de ser necesario. Se revisan las fechas de caducidad, pero si algún cliente devuelve el producto, se cambia por otro o se devuelve el dinero. En casos muy extraños y esporádicos, se cuestionará lo que dice el cliente.

Huevo y azúcar: hay bolsas preparadas con uno y con medio kilo. En esta tienda no se venden cuartos, tercios o variaciones de alguna fracción que ponga en aprietos a don Enrique.

En esta tienda no se venden frutas ni verduras.

Para hacer la cuenta:

1. Colocar en el mostrador los pedimentos del cliente.
2. Tomar una bolsa del tamaño adecuado del tenderedo de bolsas y frotarla.
3. Prender la calculadora.
4. Al tiempo que se colocan los objetos en la bolsa, se ingresan los montos a la calculadora.
5. Una vez terminado este proceso, se revisa la bolsa. No vaya a ser que algún producto esté aplastando terriblemente a otro.

En esta tienda no se aceptan tarjetas, solo efectivo.

Don Enrique suele tener cambio y nunca lo he visto enojado cuando alguien paga con un billete de alta denominación. Se molesta si los clientes no encuentran productos que regularmente compran ahí.

El horario de la tienda es inusual: abre a las cinco de la tarde y cierra a las once de la noche; no abre los sábados, pero sí los domingos. Don Enrique prefiere a los clientes vespertinos porque tienen el temple que se requiere para ir a una tienda de barrio, pues salieron a comprar los enseres del día siguiente o durante una caminata después de haber salido del trabajo.

Los compradores con prisa no son bienvenidos.

Observar lo que don Enrique hace con las manos es una forma de distracción para quienes estamos esperando nuestro turno en la fila. Con esa técnica parsimoniosa, la mayoría de sus clientes hacen de la espera una experiencia reconfortante. El mundo exterior se desvanece en la hondura de los cortes y en la precisión de la báscula.


Der. de τέχνη, téchnē. Del oficio.
De la paciencia. De la observación.  

La primera vez que edité un libro no hubo instrucciones precisas sobre cómo hacerlo. El editor me dio un manual donde se hablaba de tipografías, de producción y de marcas para indicar las correcciones y los errores de redacción más frecuentes. Lo leí e hice algunas notas, aunque no tenía muy claro cómo recordar esos conceptos o si debía hacerlo.

Varias personas corregían la misma prueba en papel, el diseñador hacía las modificaciones y quedaba lista una nueva versión antes de enviar a imprenta. Al inicio, revisaba los textos después de que otros los habían leído. Si bien no todas las marcas en las hojas se parecían a las que había visto en el manual, en cada una de ellas era evidente el cambio al que se refería el lector, o se podía adivinar a partir de las líneas previas y posteriores.

En ocasiones, había sugerencias contrarias: una marca para quitar la coma y otra para dejarla. Las variadas caligrafías iniciaban conversaciones que trataban de mantenerse abiertas. Si era mi turno opinar, mis elecciones se traducían en círculos azules alrededor de las marcas que consideraba más atinadas. Usualmente, quien escribía el texto tenía la última palabra, el último signo: un tache para decir que no.

No eran las normas ortográficas o gramaticales, ni lo que supieras o no de libros, sino la manera de observar el texto. En esas lecturas se compartían intuiciones sobre lo que un autor quería decir; esto es, si sus reglas del juego estaban claras. Quizá la tarea más difícil para un editor sea dicho juego: hacerse a un lado cuando es necesario, seguir jugando o cuestionar sus reglas hasta las últimas consecuencias.

He escuchado a escritores de variadas creencias y estilos aseverar que la edición es el instante donde comienza la escritura. Hablan de la elección de las palabras, de su labor como autores, de las tensiones personales frente a un texto. La edición es parte de la escritura y, quizá por eso, resultan inexplicables los intentos por dejarla a un lado, tanto por las editoriales como por los autores.

Nunca me ha sido fácil entender a quienes cruzan del punto a al punto b de la página sin contratiempos, mucho menos a los que se congratulan de terminar un texto a la primera. Una parte, estoy segura, se debe a los lazos que tengo con la edición; la otra, la más relevante, porque editar es una forma de tomar distancia de lo que escribiste, de tus palabras, de ti.

La mirada del editor intenta ser atenta y al mismo tiempo lejana, comparte con el autor el deseo de tener una versión del texto con la distancia más corta entre lo que se escribe y lo que se quiere escribir. Además, el editor tiene más probabilidades de encontrar un espacio para que sus afectos estén bajo llave. Fuera de sí mismo, en los espacios que comparte con otros creadores, se incrementa la dificultad para hallarlo. No siempre, por supuesto, pero sí cuando la cercanía equivale a los deseos imperiosos de un texto domesticado.

Al hablar de libros, los vínculos se multiplican; están el autor, el traductor, el corrector, el diseñador, el impresor, la distribución, las bibliotecas, las librerías, los libreros, las ferias de libros, los agentes literarios, el mercado, los lectores, los críticos, los medios de difusión, las instituciones culturales, el Estado, los que me faltan y los que vienen. Los detalles se van sumando y es ahí donde el editor está a prueba constantemente.

Roberto Calasso, editor de Adelphi, coincidió solamente dos veces en la vida con Thomas Bernhard. A decir del italiano, en uno de esos breves encuentros, el escritor mostró un especial interés en los detalles del volumen de su autobiografía: la portada, el papel, la tipografía. Fue hasta que el editor de Residenz le envió una copia de In der Höhe, libro que Bernhard quizá ya no logró ver en vida, cuando Calasso supo que el austriaco había pedido a su editorial que tomaran la edición de Adelphi como modelo.

La lejanía entre Calasso y Bernhard se fue disipando con las lecturas de sus textos. Cada decisión editorial se tomó a partir de una conversación inusual entre las marcas y las palabras. Al ver el resultado, el autor identificó las reglas de su propio juego: en la portada, en el papel y en la tipografía. La edición no se aproxima a una suma de saberes, sino a una forma de leer más allá del texto.


Del lat. habilĭtas. De los trayectos.
Del diálogo con. De Tania Bruguera.

Te decía que todo fue un performance por la respuesta del Estado cubano. Cuando yo empiezo a leer, dicen: “¿cómo podemos pararla? Legalmente, no podemos; está lo de la bienal, hay un escándalo y ya han pasado muchas cosas”. Ellos habían desgastado su imagen y mandaron una brigada con estos martillos eléctricos a romper la calle. Fueron tan poco sutiles que rompieron exactamente desde donde empieza hasta donde termina mi casa. El resto de la cuadra estaba sin romper. Dos días después se dieron cuenta de que era una ridiculez y la gente empezó a criticarlos. Yo incluso hablé con el hombre, que era como el jefe de la brigada, “no lo hagan, eso se va a ver mal, yo estoy haciendo un performance”. “Ah, son órdenes”. No pararon y estuvo perfecto. Fue un performance en el que logré que el gobierno entrara en diálogo conmigo, en mi campo de batalla. Imagina una artista que ha estado veinte o veinticinco o años —tengo que sacar la cuenta— trabajando sobre estructuras de poder, trabajando, primero, para entender qué es el poder. Después,  tratando de entender cuáles son sus herramientas, apropiarme de ellas y virarlas para crear un diálogo. Y, de pronto, son ellos quienes me hablan en mis propios términos. Si lo hubiera planeado, no me hubiera salido.

Astrid López Méndez
(Ciudad de México, 1988)

Escritora, editora y una de las fundadoras de Ediciones Antílope. Sus textos han aparecido en revistas y suplementos culturales como Punto de Partida, Confabulario, Este País, Letras Libres, entre otros. En 2020, Alacraña ediciones publicó su libro Frontera interior en coedición con la UNAM. Ha sido becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas en las áreas de ensayo y narrativa (2018-2019) y, asimismo, fue elegida por L’Union des Écrivaines et des Écrivains Québécois y por el Fondo Nacional para la Cultura y las Artes para ser escritora residente de la Casa de Escritores de Montreal en Canadá (2020). Gracias al programa de becas de la Fundación Jumex Arte Contemporáneo para estudios en el extranjero y al Graduate School of Arts and Science Award de la Universidad de Nueva York, actualmente cursa el programa de Maestría en Escritura Creativa en Español (2021-2023).