Túneles en Tecate
Juan Francisco Maldonado

Cuando tenía como 7 años, rompí el baño tratando de encontrar una puerta oculta a una habitación secreta de cuya existencia estaba absolutamente seguro. Por supuesto, nunca la encontré y le tuve que confesar a mis papás mis intenciones para evitar un castigo mayor por el desmadre que había armado. Al final se enternecieron y salí impune aunque un poco avergonzado de tener que haber expuesto mi ingenuidad. Pero, para mí, no encontrar esa puerta no fue una prueba de su ausencia. A fin de cuentas vivía en una casa de 200 años en una ciudad llena de túneles, algunos públicos pero seguramente muchos secretos. Crecí en Guanajuato, que tiene una orografía más cercana a un cuento de Escher o a un estudio de topología que a otra ciudad que conozca. Un par de veces a la semana pasaba unas horas en las catacumbas del Mesón de San Antonio, un sótano gigantesco de techos abovedados que funcionaba como salón de teatro infantil y como bodega. En el piso había una puerta que se abría a un túnel que, aunque nunca vimos, “sabíamos” que llevaba a la Basílica, ese núcleo misterioso de la ciudad. Crecí escuchando historias de gente escapando por esos túneles para salvar su vida en diversos momentos críticos del pueblo; algunas verídicas, supongo, otras legendarias. Desde alguien huyendo de la tortura de la inquisición o algún minero acusado de robo en el siglo XVII hasta un miembro del clero escapando de la guerra de independencia, o, ya en pleno siglo XX, los cristeros. Varias casas de amigos con dinero tenían, en sus sótanos coloniales, escotillas que llevaban a túneles para escapar de la ciudad, ahora ya inhabilitados. Diario esperaba el camión para ir a la prepa parado en un hoyo de una calle subterránea llena de smog, piedras antiguas, escurrimientos de agua maloliente y palomas acechantes. Este era mi terreno y mi escenografía. Mi campo de imaginación.

Odio esa ciudad y he decidido nunca regresar. Desde que se murió mi padre no lo he hecho y aún antes lo evitaba lo más posible. Cuando salí de la secundaria decidí olvidar a mis compañeres, cuando salí de la prepa lo volví a hacer y huí de la ciudad. Logré ese olvido bastante bien, de manera consciente olvidé sus caras, sus nombres, sus anécdotas y me olvidé a mí en relación a elles. Amiges, enemiges y personas inconsecuentes, salvo algunas excepciones muy atesoradas y ciertos recuerdos que han resurgido en los últimos años. Ahora mi memoria de esa parte de mi vida es principalmente ficticia. Parte de esa ficción me acaricia y parte me hostiga, me acecha.

Para mí, Guanajuato es pura sombra borrosa. Nunca quise ser de ahí y ahora que ya no lo soy, finjo que sí, frecuentemente hablo de mi infancia extraurbana, quizá para darme cierta importancia, para exotizarme un poquito en la Capital. Me asombra la gente que es muy de un lugar, o que trabaja sobre eso, que lo investiga, como tú con Tecate o como Ibargüengoitia o Santa Fé Clan con Guanajuato, o como mi hermana Leonor, de quien vienen muchas de las ideas escritas aquí. Encontrar misterio en lo propio es de lo más difícil. Y sin embargo es donde está la carnita más sabrosa. Yo he empezado a encontrar misterio en lo mío apenas años después de sentirlo completamente ajeno, y quizá solo por eso.

He pasado la vida intentando desarraigarme y volverme a arraigar, pero arraigar a qué. Busco reinventar, reconstruir una especie de mitología que me haga un pisito sobre el cual pararme. Siento que las ciudades del norte tienen un poco de eso, son inventos recientes y su arraigo es un pisito recién armado, muchas veces comprado en el Costco del otro lado de la frontera, pero abajo de ese pisito de catálogo siempre está el desierto. Y abajo de la arena hay túneles. Unos cavados por monstruos de gila y lagartijas, otros por gente escapando de un genocidio o por la imaginación de conspiranóicos sinófobos, como en el caso de Mexicali; otros han sido construídos por transnacionales para importar agua o deshechos de un país a otro, otros por traficantes y coyotes y unos más por la imaginación de otros conspiranóicos, ahora gringos, que siguen esperando que Al Qaeda invada Estados Unidos desde México. Algunos están hechos de tierra, otros de metal y unos más de cemento, pero la función de todos ellos es la de horadar la inexpugnabilidad de la frontera, o más bien, de mostrar que una frontera nunca es inexpugnable. Que por definición, donde hay una barrera hay una brecha.

Hay túneles que horadan huecos bajo la tierra, otros que horadan prohibiciones de percepción y otros más que horadan la memoria, que atraviesan las capas de sedimentación que el polvo ha ido acumulando sobre la vida y las cosas.

Aunque las delimitaciones territoriales siempre han existido, las fronteras son otra cosa. Cuando los ingleses inventaron la propiedad privada a finales de la edad media, también estaban inventando el despojo, la cerca, el “no trespassing” de los gringos, la división territorial moderna y con ella, destruyendo milenios de derecho de paso que habían permitido al mundo moverse. No es de extrañar que entre las compañías de construcción de cercas de seguridad más importantes del mundo estén las sudafricanas, las israelíes y cemex.

Cuando los holandeses empezaron a ganarle terreno al mar en el S. XVI, a construir esos diques enormes para despojar al océano de un pedazo de tierra que por derecho le pertenecía, inventaron una cultura y un país nuevo. Si en un principio la sodomía era castigada con la hoguera, a partir del retroceso del mar, se comenzó penar con el ahogamiento.1 Una especie de sacrificio humano a cambio de mantener la paz con ese monstruo al que se le había robado terreno. Me gusta imaginar que la lógica que llevó a esos puritanos a ahogar sodomitas en un rito casi pagano al dios del mar implicaba que cada penetración anal, cada mamada de verga bajo un puente de Amsterdam, abría una pequeña fisura en el dique, y que esa fisura sólo se podía resanar con el último aliento de una marica engullida por las olas heladas del Mar del Norte. Pero la verdad es que esas muertes no resanan del todo, las fisuras siguen ahí, siglos más tarde, esperando convertirse en túneles para recuperarle al océano su territorio robado.

Todas las fronteras tienen fisuras invisibles y viejas que, como las del dique holandés, esperan en silencio su momento para abrirse del todo, para rajar el muro e inundar el otro lado. Pero mientras esperan, susurran suavecito, son túneles suaves. “we didn’t cross the border, the border crossed us”

Sabemos que la frontera no es el muro, esa es apenas una de sus manifestaciones materiales. La frontera impone un límite territorial imaginario sobre el territorio de lo real, es una ficción performativa que se implementa con sangre y que siempre requiere de sacrificios humanos, pero también establece un coeficiente diferencial entre los dos espacios que divide: transforma radicalmente la zona que la envuelve. Es un portal interdimensional contraintuitivo. Si los portales interdimensionales tradicionales conectan dos espacios o dos tiempos distintos que de otra forma sería imposible unir, la frontera más bien genera diferencia en dos espacios antes contínuos, que de otra forma sería imposible separar, incluso distinguir. De un lado el yonke en el desierto, del otro, el campo de golf.

Pero en una frontera siempre hay túneles poniendo en entredicho esa ficción, y junto con el entredicho, poniéndola en riesgo también. ¿Qué pasa cuando una ficción se revela falsa, insostenible, qué hacer cuando sobre esa ficción está asentada la realidad, cuando se ha construído sobre ella? Son los túneles los que ponen en práctica esas preguntas. Los túneles no son sólo un espacio de tránsito, el “no lugar” no existe. Son espacios en sí mismos, espacios que se habitan y en los que pasan cosas, territorios que favorecen lo oculto, lo que no se puede hacer a simple vista, lo que está ahí pero no se puede o no se debe decir. Y la cosa es que, aunque todos tengan una lógica subterránea, no todos los túneles son subterráneos en la práctica. Muchos existen a simple vista. A fin de cuentas, como dicen los pachecos, lo más balcón es lo menos balcón. Como dijo Oscar Wilde, la gente más superficial es la que no juzga por las apariencias. Como dijo Juan Gabriel, lo que se ve no se pregunta.

Cuando tomas una foto a la misma nube de ambos lados de la frontera, o cuando te subes a la azotea para ponerte literalmente a la altura de la patrulla fronteriza siempre vigilante, esa patrulla que son tus vecinos del otro lado, del lado de Tecate light, cavas un túnel en la superficie, en el aire incluso, nos haces ver lo que no se pregunta, lo más balcón, que es lo menos balcón. Me gusta mucho tu obra porque es una obra pacheca de balcón, porque reconoce la importancia de las apariencias, porque nos muestra lo que se ve sin necesidad de preguntar.

Hay una novela de China Mieville que trata sobre dos ciudades-Estado. Ambas comparten exactamente el mismo territorio y están enemistadas. La única forma de cruzar de una a la otra es a través de una frontera que está en el mero centro de las dos. La gente que habita en una de las dos ciudades no puede interactuar con la que vive en la otra, pero no por un acto de magia ni por superposición de dimensiones, como cabría pensar en un cuento de fantasía o de ciencia ficción, sino simplemente por un acto de performatividad legal: Están absolutamente penados los crímenes de traspaso. Sólamente voltear a ver una casa que por jurisdicción corresponde a la otra ciudad, implica un castigo ejemplar. Para cruzar un camino extranjero que atraviesa un local, por ejemplo, hay que ejercer activamente una habilidad de autocensura, cultivada desde la infancia, que implica no chocar con alguien a quien no puedes ver, cuya existencia no puedes reconocer, o esquivar (sin percibir) a un coche que, aunque esté en la otra ciudad, te puede arrollar en ésta. Este planteamiento se puede entender como una metáfora de la forma en la que deambulamos por la vida urbana, activa pero automáticamente censurando y eligiendo qué percibir y qué ignorar y, por lo menos en mi caso, leer esta novela ha implicado un ejercicio somático político de percepción de mi propia existencia en la ciudad, de mi propia forma de navegar el peligro y los prejuicios para edulcorar o por lo menos para higienizar mi experiencia de la calle. Abrir la percepción sobre lo que nos rodea no se trata tanto de ampliar la percepción como de dejar de cerrarla, no se trata de empezar a percibir cosas que normalmente se nos escapan sino, principalmente, de dejar de censurar, de dejar de bloquear percepciones que en realidad siempre están ahí pero que muy activamente omitimos. Esta ceguera es principalmente una expresión positiva del habitar, un entrenamiento para evitar saber, para evitar oler, para evitar sentir. Creo que muchos de los sodomitas esquivando el ahogamiento en Amsterdam sabían esto.

Hay túneles que horadan huecos en la tierra, otros que horadan prohibiciones de percepción y otros más que horadan la memoria, que atraviesan las capas de sedimentación que el polvo ha ido acumulando sobre la vida y las cosas. A veces estos túneles requieren cavar, y son más arqueológicos, o más guerrilleros, y a veces requieren amontonar, construir, y son más ficticios. La memoria, a fin de cuentas, es más un ejercicio creativo que un resguardo de reliquias. Meterse con la memoria, como dice Negarestani, es un ejercicio de invocación demoníaca que pone en entredicho la frontera entre el pasado y el presente. Esa frontera que, como la territorial, es una división arbitraria, una barrera performativa que ha instaurado un territorio a su alrededor, que lo ha modificado para siempre, de un lado el campo de golf, del otro el yonke en el desierto; pero que, igual que la territorial, siempre tiene brechas, fisuras. Jugar con la memoria, pues, no es sólo recordar, es sobre todo poner en riesgo la constitución misma de la realidad, porque nunca sabemos cuando, al alterar el pasado, terminaremos cambiando irremediablemente el presente. Entre más antigua, la memoria parece más inocua, menos cargada de riesgos, aunque esto no siempre sea cierto; pero entre más próxima, pone más cosas en juego. Cuando haces stencils de polvo en el centro comercial semi abandonado con las frases de quienes están perdiendo ese lugar, o cuando registras en tu propio cuerpo sus gestos en extinción, invocas fantasmas de vidas y acciones que en realidad no se han ido del todo. En este caso la memoria es una materia aún gelatinosa, ni líquida ni sólida, que se posa en un impasse ontológico sobre el cuerpo mismo que la sostiene. Los túneles que se pueden cavar en una gelatina siempre son caprichosos, colapsan o reabsorben, licúan o mantienen, o generan burbujas.

Siempre he estado obsesionado con la magia. A veces de manera más supersticiosa o más convencida, y a veces de manera más literaria. Pienso en los túneles de Guanajuato como una especie de queso gruyer de la realidad, túneles en los que puedes bajar, caminar un buen rato, y aparecer más arriba que donde empezaste, y pienso en lo mágico del espacio y en su maleabilidad. Cuando de niño rompí el baño de mi casa buscaba magia, buscaba una habitación secreta como las de los cuentos de misterio, pero también sabía que de hecho esa ciudad estaba llena de eso más allá de mis fantasías. Pienso en esos túneles de mi infancia y mi adolescencia como la frontera que no está en la orilla, sino en el mero centro del pueblo en la novela de China Mieville de la que hablaba, una frontera que, si uno sabe transitar, está siempre abierta para adentrarse en lo oculto, sea visible o no, sea balcón o no, sea superficie plegada o cavidad excavada. Pienso en Tecate, una ciudad que nunca he visto, como un Guanajuato que no se parece nada, en donde el gótico es polvoso más que cavernoso, en donde la bolita del desierto te dice cosas mientras se te enreda en los pies, en donde la frontera emana su poder de ficción y es siempre retada por el territorio que ha creado a su alrededor, como la mala hierba alrededor de un edificio en ruinas. En donde la escenografía de un pueblo inventado se va llenando cada vez más de polvo y la gente que la habita navega siempre entre sus paneles teatrales, sabiendo que son solo un set aunque ese set enmarque sus vidas. Mientras que en Tecate los rastros de vidas se van borrando por la erosión del desierto, en Guanajuato se van borrando por la restauración del pueblo mágico, siempre reemplazando una u otra pieza de cantera verde para lograr que este callejoncito pintoresco se parezca cada vez más a la postal que se vende de él y cada vez menos a sí mismo. Pienso en mi intento de desarraigarme de mi ciudad natal en contraste con tu intento de arraigarte a una Tecate que se va convirtiendo en bruma. Pienso en el intento de Tecate de desarraigarse de sí misma a pesar de las vidas de sus habitantes, a pesar de tus intentos efímeros y suaves de conjurar la memoria mientras se va erosionando frente a tus ojos. Pienso en la frontera como un portal interdimensional que no junta lugares sino que al dividirlos los inventa, y en tí y muchas otras personas haciendo un ejercicio lento y laborioso de perforación de ese portal barrera, cavando túneles de aire, de polvo, de sal, o nomás de miradas.


1. Christopher Chitty